Pasiones barrocas
Il Primo Uomo | Crítica

La ficha
***** Il Primo Uomo. Un viaje sensorial a la esencia de los castrati. Programa: Arcangelo Corelli, Sarabanda de la Sonata para violín op. 5, n. 10. Georg Friedrich Haendel, Sinfonía y Cara sposa, amante cara, dove sei? de Rinaldo. Son contenta di morire y Degg’io dunque, oh Dio, lasciarti de Radamisto. Empio, dire, tu sei de Julio César. Lascia la spina, cogli la rosa de El triunfo del Tiempo y el Desengaño. Concerto grosso en sol mayor, op. 6, n. 1 y Largo del Concerto grosso en fa mayor op. 3, n. 4. Alessandro Scarlatti, Andante, Sinfonía, Adam, prole tu chiedi, e prole avrai y L’innocenza peccando perdesti de Cain overo il primo omicidio. Dorme, o fulmine di guerra de La Giuditta. Antonio Vivaldi, Vedrò con mio diletto de Giustino. Girolamo Kapsberger, Passacaglia en re menor. Manuel Ruiz, contratenor. Íliber Ensemble (Darío Tamayo, clave y dirección). Dirección musical: Carlos Mena. Dirección escénica: Antonio Ruz. Diseño de vestuario: Pablo Árbol. Diseño de iluminación: Olga García. Maquillaje y peluquería: Ara García. Fecha: sábado, 8 de febrero. Lugar: Gran Teatro. Lleno.
La voz de contratenor es una voz masculina más aguda que la voz de tenor. Se sitúa entre las tesituras típicamente asociadas a las voces femeninas e infantiles. Se basa en una trabajada ampliación del registro de cabeza y no debe confundirse con la voz de los antiguos castrati (plural de castrato), que eran castrados (capones se les llamó en España) en la niñez. Se trataba de una crueldad ad honorem Dei para cantar en las iglesias los papeles agudos, o a mayor gloria de los espectáculos de ópera.
El resurgimiento moderno de la voz de contratenor comenzó hacia 1950 gracias al inglés Alfred Deller (1912-1979), un músico autodidacta de hermosa voz y musicalidad asombrosa, que llamó incluso la atención de compositores contemporáneos como Michael Tippet (1905-1978) o Benjamín Britten (1913-1978). Y ese resurgir no ha parado desde entonces.
A pesar de no ser lo mismo, una buena parte de los modernos contratenores abordan los maravillosos roles operísticos que fueron destinados a los antiguos castrati y que hasta este resurgimiento moderno eran normalmente abordados por mujeres o simplemente no se cantaban. De hecho, otro mérito incuestionable de la moderna pléyade de contratenores es haber rescatado y, en algún caso (Vedrò con mio diletto!) casi convertido en hit, mucha música barroca injustamente olvidada, incluso de autores conocidos, como Antonio Vivaldi (1678-1741), Alessandro Scarlatti (1660-1725) o Georg Friedrich Haendel (1685-1759).
El contratenor cordobés Manuel Ruiz llevó ayer al Gran Teatro una maravillosa antología de nueve arias, nueve obras maestras, que presentó articuladas en un espectáculo lleno de buen gusto y sensualidad barroca. Esa cuidada selección (realizada por el artista y por Carlos Mena) así como la minimalista y muy eficaz puesta en escena (poco más que una mesa y una silla vestidas de tela roja) dieron lugar a una velada agradabilísima, que constituía además una brillante introducción a la ópera del Barroco: una lección de música.
Manuel Ruiz hizo gala, de forma creciente a medida que avanzaba el espectáculo, de la belleza y potencia de su voz, de los juegos expresivos de dinámica que le permite su maestría técnica y de un dominio natural de la escena.
Cumplió con creces la difícil tarea de travestirse para cada aria no sólo con las diferentes prendas, genialmente creadas por Pablo Árbol para la ocasión, sino con la emoción (afecto, se decía) y el ser de cada aria, encarnada alternativamente por personajes masculinos, femeninos y abstractos.
Me pareció un acierto absoluto de la dirección escénica de Antonio Ruz (y de la actuación de Manuel Ruiz) el mostrar esas transformaciones y cambios de vestuario bajo la magia de una iluminación (felicitaciones a Olga García) llena de emocionantes claroscuros que se sentían como metamorfosis a veces gozosas, a veces dolorosas.
Íliber Ensemble, formación de música antigua con base en Granada, se presentó con una plantilla algo escasa para el sitio y la ocasión, pero me gustaron mucho su estilo y los criterios musicales puestos en juego por su director, Darío Tamayo, en el acompañamiento de las arias. Los responsables del bajo continuo mostraron conocimiento y muy buen gusto. Algo menos me satisfizo el resultado de las piezas puramente instrumentales, especialmente en cuanto a la adecuación de algunas al sentido del espectáculo.
En suma, fue un placer y una alegría disfrutar del lleno impresionante del Gran Teatro (pocas veces lo he visto así en un evento de música culta), de la abundante presencia de público joven, del profundo silencio y emocionado respeto con los que se disfrutó de la velada… Y del entusiasmo con el que se aplaudió una muestra de belleza y sensualidad audiovisual que debiera crear escuela en la ciudad.
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