Cordobeses en la historia

El periodista y escritor que vislumbró 'La septembrina'

  • Carlos Rubio Colell abandonó la toga por la literatura, fue pluma negra de Prim, azote de Isabel II, cómplice en 'La Gloriosa', desertor de la política y jornalero en las rotativas del XIX.

EN la calle conocida como la del Baño Alto, tenían su domicilio el capitán soriano Tomás Rubio y la catalana Rita Colell. Allí nacería a finales de abril de 1832 su hijo Carlos María, que, con el correr de los años, sería el responsable del cambio en el nomenclátor municipal y de la sustitución del nombre por el de Carlos Rubio.

Eran las postrimerías del reinado de Fernando VII, a quien sustituiría hasta 1868 su hija Isabel II. Nadie sospechaba entonces que el chiquillo que comenzaba a gatear junto a la parroquia de San Pedro, jugaría un destacado papel en su derrocamiento.

No se sabe con exactitud el tiempo que el muchacho permaneció en Córdoba, ni si su marcha a Granada se produjo a solas o por el destino militar del padre. Se cree que estudió algunos cursos de Derecho allí antes de dar el salto hasta la capital del reino, portando un talento literario que lo arrastró hacia la rotativa a los 16 años en detrimento de su carrera como letrado. Con 21 era ya un destacado periodista y publica su primer cuento firmado, como era la costumbre también en la prensa, con un alias que, en su caso, era el de Pablo Gambara. Aparece así en numerosas publicaciones como El Semanario Pintoresco, El Mensajero, El Coliseo o La Iberia, en donde coincide con Mateo Sagasta y Calvo Asensio, ambos apasionados por el espíritu rebelde de Carlos Rubio, cuyas publicaciones, llenas de frescura, eran un revulsivo para sus causas liberales. Esos principios le llevan a abrazar los ideales de Juan Prim en 1866 y a exiliarse con él a Portugal, Londres y París convertido en su secretario y autor, según se cree, de las misivas y manifiestos del general, al que abandona en un intento de salvar la Revolución, reuniéndose luego con él en la capital francesa hasta 1868 en que La Gloriosa le devuelve a Madrid. En ese momento deja testimonio de su lealtad para con las premisas de sus planteamientos periodístico-literarios al rechazar el cargo de ministro que le ofrecen Sagasta y Prim, optando por seguir malviviendo de sus colaboraciones en prensa. Pero su personalidad, honradez y calidad como escritor no pasa desapercibida para sus propios compañeros; ni siquiera para los grandes como Benito Pérez Galdós, que lo tacha en sus Episodios Nacionales de desinteresado, parco en la comida y el vestir y, sin embargo, "digno, altanero e incorruptible".

Esos parámetros justifican el arrojo que destilan sus múltiples novelas, ensayos, poemas y artículos; brillantes como su mente. Aunque estos últimos responden a la falta de censura con que sorprenden las hemerotecas de finales del XIX y algunas etapas del XX, el cordobés denunciará 6 años después de escribir en La Iberia que el redactor jefe era un fiscal sin miramiento a la libertad de expresión y que, cuando él protestaba por los tachones en rojo-censura diciendo "No hay derecho", le respondía "Cierto: no tengo derecho para borrar eso, pero convendrá usted en que tengo la fuerza".

Su prosa, ligera, fácil de leer y salpicada de citas de clásicos en sus lenguas nativas, defendió siempre el liberalismo y la formación académica, criticando ferozmente al clero, a la clase política y a la monarquía. "En los templos se reza y se calla -decía-, en las escuelas se discute y se aprende". Y lamentaba que los gobernantes se sustentaran "de todo lo que destruye": de sacerdotes que piden "creer sin examinar"; de soldados que "obedecen sin hablar"; de verdugos que matan…, y no del maestro, que enseña. En su Historia filosófica de la revolución, escrita en 1868, encontramos anhelos como este: "¡Ay! Si pudiera hacer una revolución por mí solo, pronto la haría y sería completa; pero no quiero hacerla con locos y con pillos". Reflexiona sobre las circunstancias atmosféricas que padece el planeta desde la Prehistoria y las repercusiones sobre los cultivos y los hombres, preguntándose si las generaciones estarán "llamadas unas a construir y otras a derribar, si habrá unas que iluminen al mundo con su palabra y su acción, y otras que duerman apáticas sin soñar siquiera".

Escribió un magnífico opúsculo, Teoría del progreso, corrigiendo a Castelar su Fórmula del progreso, y se atrevió a contradecir al mismísimo C.J. Koene, uno de los fundadores de la química del medio ambiente, afirmando que ha sido engañado por "el cómputo eclesiástico". Considera a los maestros de Koene "unos, farsantes, otros, imbéciles, y otros, ambas cosas a la vez". Pero sus descalificaciones más severas son a la monarquía, con especial inquina contra Isabel II y su saga.

La lectura de la obra de Carlos Rubio, su clarividencia y valentía, le acercan por momentos al desencanto de Larra y casi se le augura el mismo final. Sin embargo, la palabra y el pensamiento no condujeron al cordobés a la forma de suicidio de Mariano José, sino a unas circunstancias personales penosas. El poeta, periodista, ensayista y escritor Carlos Rubio vivía sumido en graves penurias, y los escasos amigos que trataban de aliviarle le vieron morir en Madrid el 17 de junio de 1871. Tenía 39 años.

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