Cordobeses en la historia

El niño de la calle Badanas que entusiasmó a un país

  • Miguel Reina Santos fue casi exiliado a las porterías en los juegos infantiles de un fútbol que acabaría siendo pasión, profesión y germen de un apellido, inscrito con filigrana de plata en los anales del deporte

EL invierno del 46 helaba los muros de la casa de vecinos de la calle Badanas, donde 19 familias compartían pilas, servicios, patio de concurso y navidades de pestiños. María Santos Martínez deseaba "una hora cortita" en su primer parto, mientras su marido, Miguel Reina Llorente, ascendía cada madrugada por la calle de la Feria para servirle los primeros cafés a los clientes de El Barril, el lugar donde se reunía la afición cordobesista, en torno al cartel de las quinielas. Era el 22 de enero de 1946. En el bar de la Puerta de Gallegos no se hablaría de otra cosa que no fuera la sanción impuesta al Córdoba -por las almohadillas arrojadas en el partido contra el Granada, en un estadio de El Arcángel casi a estreno- mientras en la casa contigua a Bodegas Campos, nacía el primer hijo de María, nieto a su vez de Elisa, la casera.

Luego vendrían cuatro niños más y la propuesta del dueño de El Barril, José Luque, para marcharse a Caracas en busca de aires más prósperos, dejando a la familia aquí. Cocinando en el hotel El Pinar, ganó para los estudios en los Maristas de sus hijos y comprar casa propia, en el número 8 de la calle Candelaría. Era el hotel venezolano donde recalaba el Real Madrid para jugar la pequeña copa del mundo; el mismo al que acudió Di Stéfano, tras el secuestro de 1963, para pedirle al cordobés que le hiciera una tortilla de patatas y desde donde vino el balón de reglamento que el seleccionador del Barcelona, Domingo Balmaña, regaló a Miguel Reina hijo, un nombre destinado a llenar las páginas deportivas.

Durante un tiempo, ser el dueño del único y valioso balón le otorgó poderes al chiquillo. En sus partidos por las plazuelas de Córdoba podía decidir la alineación y colocarse donde más le gustaba: de interior derecha. Pero aquel torbellino cordobés apuntaba ya maneras y se llevaba por delante lo que se interpusiera entre el balón y él; de modo que, hartos de empujones y patadas, los chiquillos le dieron un ultimátum y se negaron a jugar, salvo que fuera a la portería. Quizá allí y entonces se decidiera el destino que un cura del Colegio Cervantes vislumbró en el muchacho cuando le dijo al padre: "Cómprele un balón al niño, que ahí sí tiene futuro". Pero Miguelito comenzó buscándolo en la platería de González Herrera de la calle Alfonso XII y de pinche con su padre, en el hotel Palas. Tenía 13 años; llevaba uno jugando y haciendo tournée por los pueblos en equipos de jóvenes que casi le duplicaban la edad.

Miguel Reina recuerda con gratitud las facilidades que el director de entonces, Ángel Palomino, le daba para entrenar; su llegada a las siete, para encender los fogones y la candela del actual Meliá, la salida las nueve y media, el regreso a media mañana para los almuerzos del hotel y las cenas, desde las nueve de la noche a la madrugada, sin dejar los entrenamientos, con el frutero de la Lonja, que creó el Candelaria, o en el Santiago Juvenil de Abelardo Sánchez, junto a Ramón Tejada, Fede, Dioni, Leyva, Crispi o el empresario Rafael Gómez. Otros míticos de la regional como Rodri, Gallego, Quino, Cruz, Antón, Vega o Flores fueron sus compañeros en el triunfo nacional con la Selección Andaluza Juvenil, tras debutar en el Córdoba de Ignacio Izaguirre, en 1964, quedando imbatido frente al Elche por 2 a 0.

A sus 17 años seguía alternando los horarios de El Palas con el deporte y aún había tiempo para interesarse Conchita, hermana de dos compañeras de trabajo. La niña, que tenía 13 años, vivía lindando con la casa de calle Almanzor donde su tía, Elisa Reina, vendía sus memorables bocadillos. El amor fue creciendo a la par que los jóvenes y la carrera deportiva de Miguel, que fue fichado por el Barcelona, en el 65/66, tras dos meses de soberbias actuaciones en su ciudad, a la que volvió el 4 de julio del 69, para casarse en Santa Marina, con la niña de Almanzor, 32.

Desde el FC Barcelona seguiría consolidando su carrera deportiva: numerosos subcampeonatos de liga, varias Copas del Rey o la de Campeones de Feria, que le otorgaría luego su club en propiedad, además del Trofeo Zamora, entre otros logros, antes y después de ser fichado por el Atlético de Madrid, en 1973 y retirarse siete años más tarde.

Concepción Páez y Miguel Reina se instalaron de nuevo en Barcelona, hasta donde viajaban las aguas de Santa Marina para bautizar a alguno de sus cinco hijos. Desde allí, le ganó el pulso a un corazón que quiso revelársele, sin mayores consecuencias, y ansía el vuelo regular, anunciado por la prensa local que nunca dejó de leer; disfruta esperando a su cuarta nieta, la segunda de su digno sucesor en lo deportivo, Pepe Reina. Será cordobesa como su hermana y le dará ocasión -dice el abuelo- "de volver a La Agrupación de Veteranos, a tomar un helado en David Rico o a echarme un medio en Guzmán y en El Pisto; a sentir los buenos días y el respeto de mis paisanos, el cariño que me dan, como si uno no tuviera ya bastante reconocimiento con poder sentir y decir que soy de Córdoba".

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