La maestra que perdió a El Fenómeno y nos regaló el método Montessori
Cordobeses en la historia
Amalia Ladrón de Guevara Hernández llegó desde Aragón para ejercer el Magisterio, aplicó métodos desconocidos en Córdoba y se quedó en la memoria de varias generaciones de niños
Al otro extremo de Córdoba, entre Calatayud y Soria, azotaban los vientos del Moncayo sobre el pueblecito aragonés de Villarroya, donde tenían su hogar Florencio Ladrón de Guevara Verges y Clara Hernández Lafuente. Allí nació su hija Amalia, un 12 de noviembre de 1888, en un ambiente pequeño burgués, que pronto le resultaría asfixiante. La familia accedió a los deseos de la muchacha, que dejó su pueblo de unos 1.000 habitantes y a sus cinco hermanos para irse a estudiar Magisterio a Zaragoza. Tras opositar, quiso el destino que coincidiera su ingreso en el Cuerpo de Maestros con un decreto que, aunque aprobado por Real Orden de 9 de diciembre de 1922, se aplicó en la práctica en Córdoba en mayo de 1924. Así, a poco más de un mes de tomar la alcaldía José Cruz Conde, se aprobaba la creación de 20 escuelas, culminando un proyecto de su antecesor Antonio Pineda de las Infantas y Castillejo. Había dejado habilitados locales y mobiliario, adjudicando "mediante cursillo" el material de enseñanza y escritorio necesario en la Librería Luque, un nombre que, con el tiempo, se vería vinculado a la joven maestra aragonesa, recién llegada a esta ciudad.
Amalia Ladrón de Guevara ocuparía una de las plazas de la escuela conocida como La Maternal, ubicada en el Conservatorio actual de Música, donde atendía a niños de entre 3 y 5 años. La ciudad que encontró convertía la Victoria en un jardín andaluz, derribaba el mítico Hotel Suizo para unir la plaza de Cánovas con la calle Góngora, y embellecía la Agricultura con patos, palomas y naranjos; las Tendillas veían desaparecer sus últimas casitas, que abrían la calle Cruz Conde, y consolidaban los edificios regionalistas que le daban carácter propio desde principios de siglo. Cerca de allí, y de La Maternal, la cafetería La Perla congregaba a artistas e intelectuales entre los que estaba Enrique Moreno, El Fenómeno. Con aquel hombre, 12 años más joven que ella, casó Amalia en 1924 sin dejar de ejercer su vocación, aún después de que fueran naciendo sus hijos: Enrique, Francisco, Manuel y Antonio; el más pequeño de todos, biógrafo entrañable y generoso de quien extraemos estos recuerdos.
Su marido era ya un conocido, y reconocido, escultor fuera y dentro de Córdoba. De un viaje a Italia y de su carácter cosmopolita, había adquirido conocimientos del método de enseñanza de María Montessori, que propugnó y aplicó con éxito la antítesis de "la letra con sangre entra", y cristalizó en una enseñanza sin castigos ni imposiciones de resultados académicos excepcionales. Amalia abrazó aquella doctrina, y recuerda su hijo Antonio "fueron muchas las generaciones de niños y niñas que pasaron por su clase. De todos recibió admiración y cariño"; y cuenta que en muchas ocasiones fue testigo de cómo sus ex alumnos, ya mayores (médicos, abogados o ingenieros), seguían sintiendo una especial admiración por su maestra, a la que siempre llamaron doña Amalia. Tras el Golpe de Estado del 36, las detenciones y asesinatos de la clase pensante de Córdoba, aconsejaron aceptar la invitación de Granito de Oro para trasladarse a un chalet del Brillante, adonde llegó la barbarie el 8 de septiembre del año de la locura.
Su pequeño, con tres años, fue testigo de la invitación del emisario de Cascajo, Ricardo Anaya, para que "bajara a Córdoba un momento" que, como en la canción de Víctor Jara, se hizo eterno. Al día siguiente, su hijo mayor, Enrique, recibió en el Alcázar la conocida respuesta: "Ya no necesita nada", y el marmolista, Obdulio Blanco, encontró al Fenómeno entre los cadáveres del amanecer. Colgó un cartel en su cuello, para evitar que fuera a la fosa común; y avisaron a Amalia. Cascajo le puso como condición que no esgrimiera un gesto ni una palabra de dolor. Y ella se negó a enterrarlo.
En 1938 pidió beca para su hijo Paco y la obligaron a firmar un documento de adhesión al régimen; pero el niño tuvo que dejar de estudiar para ayudar a la familia como botones. Otras veces, deshojaban láminas de mica y las vendían al peso, sufriendo una escasez extrema en la casa de vecinos, que apenas podía pagar su sueldo de maestra. Se llevaba con ella al más pequeño. Enrique estaba ya enfermo de la tuberculosis que acabaría con su vida en 1942. Tiempos difíciles en los que "tuvo que pasar por la amargura, la humillación y el dolor de tener que bordar escudos con el yugo y las flechas, o tener que cantar el Cara al Sol al iniciar las clases".
Recuerda Angelina Costa, y cree recordar Antonio Luque, que subía hasta el Brillante a darles clase. Aún así, no pudo atender las necesidades de los cuatro hijos, y envió a tres de ellos con su familia, también por miedo al contagio de la enfermedad de Enrique.
En este panorama oscuro aparece su hermano Urbano, maestro nacional, que acabó acompañándola en Córdoba, o Pilar Flores de Quiñones; una aristócrata que nunca la abandonó. Permaneció aquí hasta su jubilación, en noviembre del 53. Sus hijos sí hubieron de partir porque esta ciudad no tenía sitio para ellos. Y en el Madrid que los acogió, murió Amalia Ladrón de Guevara de una leucemia, un 30 de abril de 1966 a los 77 años. La enterraron en la Almudena. Diez años más tarde su cuerpo volvió a Córdoba, y en el cementerio de San Rafael reposa junto a Enrique Moreno y su hijo mayor.
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