El imaginero que trajo Paz y Esperanza a unos tiempos oscuros

Virgen de la Paz y Esperanza, durante la procesión del pasado Miércoles Santo.

08 de abril 2012 - 01:00

EL pueblo al sol de conventos preparaba el paso de los Cristos morenos que describiera Mario López; el poeta universal de Bujalance. Aquellas calles y balcones rebosaban de gentío para ver pasar una semana de santos sin palio, uniformes de gala, sotanas y centurias romanas. La capital, mientras tanto, lucía las joyas religiosas revestidas con la pátina y la grandeza de los siglos, entre la majestuosidad de los templos fernandinos y la arquitectura incipiente y señorial del Regionalismo. Era el 4 de abril de 1910. Semana Santa y, como una premonición, llegaba al mundo Juan Martínez Cerrillo.

El niño de pueblo creció en el seno de una familia humilde y, como tantos artistas natos, dejó entrever su capacidad para la plástica desde los primeros años de vida. Así, su biografía evoca nombres que siguieron un camino paralelo en el tiempo y en la formación, como Antonio Povedano o Enrique Moreno El Fenómeno; genios nacidos en pueblos y aldeas, alejados de academias y escuelas, que un día fueron descubiertos casualmente y rescatados para el arte.

Nada sabemos de la razón del traslado de Martínez Cerrillo a Córdoba. Hay quien apuesta por su llegada a los diez años becado ya en la Escuela Superior de Artes Industriales (nombre que tuvo entre 1902 y 1966 la Escuela de Artes y Oficios); pero asimismo, se considera que sus padres pudieron traerlo con ocho años, conscientes ya de las capacidades del chiquillo.

Tras superar el inconveniente de no contar con la edad establecida, lograron ingresarlo y su expediente fue brillante desde el primer curso. Durante cuatro años debió estudiar en el centro de la calle Agustín Moreno, el palacio del marqués de Benamejí, que inspiró algún pasaje de La feria de los discretos barojiana. Allí, con profesores como Ortí Belmonte, entre otros, aprendió dibujo, pintura y modelado; se convirtió en un gran paisajista y se especializó en la técnica del cordobán, siendo excepcional en la del guadamecí al igual que Ángel López Obrero, nacido 15 días después de él y con quien posiblemente coincidiera como alumno de esta escuela cordobesa que tantos maestros ha forjado. Y de la mano de otro maestro, el restaurador Rafael Díaz Fernández, descubrió su vocación por la imaginería.

El tránsito entre la niñez y la adolescencia, lo cruzó compatibilizando la docencia como profesor de Dibujo en el colegio Cervantes y el taller del restaurador, su mecenas, por cuanto lo había acogido de niño e introducido en ese mundo que nunca abandonaría. Entró de lleno en él tras realizar varias obras, la primera de las cuales obsequió a su madre.

Luego vino el verano de 1936. Al año siguiente, encontramos por vez primera su nombre en el diario Azul como autor de una talla que había causado gran impacto en Córdoba por su belleza: Nuestra Señora del Mayor Dolor y Esperanza. No fue menor la admiración que causó en aquella Semana Santa su Verónica. Ambas fueron bendecidas en esa fecha y trasladadas desde el Convento de Jesús Nazareno hasta San Lorenzo. En la noche del Miércoles Santo recorrieron las calles de Córdoba por primera vez llegando hasta Santa María de Gracia. En un tiempo terriblemente oscuro, la producción de Martínez Cerrillo ponía tonos dulcísimos y rasgos de una belleza sublime que quedó patente en todas y cada una de sus imágenes; desde esta Paz primera a Nuestra Señora de la Alegría, los numerosos cristos o la también queridísima de la Paz y Esperanza. Esta última, realizada en 1940, se trasladó a hombros de los cofrades en la Semana Santa de ese año desde San Lorenzo al convento de Los Capuchinos, precedida ya, siendo tan joven, por fama de milagrosa. Desde ese momento, gran número de fieles quedaron impresionados por su belleza, por esa dulzura y esa estética de virgen andaluza, como ajena a la tragedia y al dolor, que, sin embargo, destila. Su expresión y su encanto son, sencillamente, magistrales.

La transparencia hiperrealista de las lágrimas, los rostros niños, casi humanos, alejan a la imaginería de este autor del concepto de arte cofrade terriblemente trágico y revestido con frecuencia de gestos, colores y estéticas inanimadas. El misterio hizo que "gente de toda mar y toda tierra", que diría Ángel González, se rindieran desde el primer día ante la mezcla de belleza y misticismo que rezuman las tallas de Martínez Cerrillo.

Es una obra única, con un sello personalísimo, que pone en una situación delicada a cualquiera que algún día pudiera retocarla. Un buen ejemplo de ello se percibe en la Dolorosa que le rechazó la Hermandad de La Pollinica de Málaga; la que dio por perdida, y hoy recuperada, está siendo restaurada.

Son incontables -dicen que alcanzan el centenar- el número de imágenes que Martínez Cerrillo regaló al devocionario de dentro y fuera de España. Todo salió de aquel taller que tuvo en el corazón de Córdoba, junto al Juramento y en San Lorenzo. Allí murió un 6 de octubre de 1989 anticipadamente, junto a su mujer, Concepción, y sus hijos Isabel, María y Juan Manuel.

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