Yamandu Costa | Crítica de música

La naturalidad de los movimientos parados

Yamandu Costa, durante su concierto en el Festival de la Guitarra de Córdoba.

Yamandu Costa, durante su concierto en el Festival de la Guitarra de Córdoba. / Juan Ayala

Hay conciertos que sorprenden, aquellos que no siguen la línea establecida, que modifican el programa de mano hasta llegar al punto de solo poder guiarte por las explicaciones del intérprete, obligándote así a dejarte llevar y fijar todos los sentidos en su persona: sin lugar a dudas, conciertos como el del guitarrista brasileño Yamandu Costa en el Festival de la Guitarra de Córdoba. El ambiente del Teatro Góngora durante la espera antes de comenzar ya era electrizante, como si hubiesen ideas certeras de lo ingeniosa y natural que iba a ser la velada. Y en efecto, no se equivocaban.

Costa entró con seguridad, a pasos tranquilos, y abrió el concierto silbando Chegada. Si cerrabas los ojos, podías visualizar dos guitarras, o incluso una pequeña formación en determinados pasajes. Al terminar la primera pieza recibía la ovación del público, un público atento con el que no dudó en interactuar.

A veces no se es consciente del efecto que produce un simple saludo verbalizado, relajando gracias a la cercanía la fría distancia que suele haber en los conciertos clásicos. Costa sí lo tuvo en cuenta, por lo que las pequeñas bromas y anécdotas fueron el hilo conductor de sus composiciones.

De hecho, un asistente preguntó por el número de cuerdas de la guitarra, a lo que él respondió divertido -seguramente no era la primera vez- "siete, así no tengo que contratar bajista". La ilusión del guitarrista brasileño iba también relacionada con la novedad del instrumento: estrenaba en este concierto una Vicente Carrillo de sonoridades exquisitas, un verdadero "ferrari", como bien señalaba.

Guitarra nueva o no, se puede apreciar la comodidad que siente hacia ella, la forma de estar en contacto en todo momento con la cuerda de una manera u otra y la naturalidad de un artista que puede florecer en sus medios.

Siguió con la Samba pro Rafa, una pieza exquisita y acogedora que permitía bailar al intérprete. Es increíble el magnetismo de Yamandu Costa en escena, con su estilo desenfadado y el equilibrio perfecto de expresión: si bien estaba ensimismado recreándose en la samba, también se encargaba de comunicar el resultado sonoro, llevando a los asistentes a olvidar que se encontraban en el Teatro Góngora.

Pudo explorar un toque intimista en la valsa La Graciosa, dedicada a la isla homónima. Fue aquí donde se detuvo el tiempo y se encontró el candor de la dulzura, de los ritmos pausados. Normalmente, lo que más llama la atención de este guitarrista es su virtuosismo quasi insultante, pero su grandeza no reside solamente en los alardes técnicos, porque también busca profundidad en lo que transmite: hay mucho ruido, pero también muchas nueces.

La improvisación sobre Porro de Gentil Montaña demostraba la creatividad infinitadel músico -transformaba tanto el baile que a veces costaba identificarlo- así como la predilección por los finales explosivos que no pueden dar lugar a otra reacción que el aplauso.

De especial ternura presentó Sarará, en la que se pudo disfrutar por fin de su voz aterciopelada, libre y perfectamente acompañada, como era de esperar. El resto del recital sucedió a una velocidad vertiginosa, acompañado de la energía incansable del guitarrista.

Destaca el estreno de una milonga que todavía no tiene nombre. Quizás podría llamarse Movimientos parados, en honor a la reflexión que hizo después sobre la música, ese arte que permite que un oxímoron sea perfectamente comprensible e incluso pierda contraste. Ya se informará Córdoba del título, tarea menos relevante ahora que Yamandu Costa ha sabido inmortalizar la noche en un concepto propio: movimientos parados.

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