El bailarín que construyó una Escuela de Danza
cordobeses en la historia
Antonio Muñoz del Rey creció entre calzadas y aromas a pan de leña, se enamoró de la danza, subió de su mano a escenarios nacionales y volvió a la infancia para convertirse en poema
EN aquel mes de enero Francia lloraba la muerte Albert Camus, desconocido para una España que estrenaba en el Teatro Reina Victoria la versión española de Lucy Crown, interpretada por Tina Grasó y José Bodalo, en una adaptación de Antonio Cabo. Era la misma que abría el sol y la playa al ocio europeo; era la Córdoba sumándose al proyecto turístico con plazas, calles, monumentos y equipamientos finales para el Parador Nacional de la Arruzafa.
Más al norte, Juan Bernier recorría el Cerro del Castillo en busca del testigo arqueológico que dejó Antonio Carbonell, junto al Guadiato, en el antiguo asentamiento de Espiel. Desde Las Chaparras a la Cuesta de la Iglesia, el aroma de los hornos se extendía hasta El Humilladero. El pueblo olía a jara, leña de encina y pan recién cocido. Era el fruto del trabajo nocturno de una saga de panaderos, conocidos como Los Muñoces, los hijos de José el molinero. Uno de aquellos panaderos, Antonio, casó con Rafaela del Rey de la Torre, hija de labradores y madre de sus tres niñas: Rafaela, María del Carmen y Asunción. Habían pasado siete años desde el nacimiento de la última cuando, un sábado 9 de enero 1960, llegó el ansiado niño.
Antonio Muñoz del Rey nació y vivió en la calle Flor, entonces Calvo Sotelo. Las calzás de piedra y cal fueron escenario de sus primeros juegos; en el colegio Antonio Valderrama del Paseo Viejo aprendió sus primeras letras y el ambiente familiar fue su primera escuela de arte. Regentada por la abuela materna, Rafaela, pasaban las tardes aprendiendo a tocar la pandereta o el triángulo. De la rama paterna heredaron el amor a la tradición y la cultura ancestral, que la familia Muñoz conservó en cada fecha del calendario festivo de Espiel; el Carnaval a la vieja usanza, en el que sus originalísimas caretas artesanales y la gracia de los mascarones marcaron estilo, como las letrillas de sus murgas, conocidas ya en los años 30 del siglo pasado. Fiestas y fechas a las que nunca faltó ni en los tiempos de bachiller en el instituto Séneca de Córdoba. Allí, Antonio Muñoz encontró jóvenes corazones parejos al suyo, amantes de la literatura, el teatro y la danza, en la que entraría de forma casual. Todavía cursando el antiguo Bachillerato, la reconocida profesora de ballet Ara Leo reparó en sus características y, muy especialmente, en sus pies, hechos, a su juicio, para la danza. La maestra le ofreció unas clases gratuitas y en adelante la vida del muchacho sería la danza.
Alternando sus primeros cursos de ballet con los últimos en el instituto, en 1979 forma parte de la tercera promoción de alumnos salidos de la escuela a la que tanto debe Córdoba. Dejaba atrás las primeras actuaciones, cursos de artes escénicas, de maquillaje, mimo o vestuario e incontables giras por Andalucía. Así, cuando en 1980 se matricula en el Real Conservatorio Superior de Arte Dramático y Danza de Madrid, superó el cuarto curso de Ballet Clásico en sólo dos años. En 1983 se instala en la capital de España para asistir al Estudio de Karent Thaff, en donde se especializa en Clásico y Contemporáneo.
Su excepcional elasticidad y su bellísima estética andaluza, unidas a su currícula, hicieron que un mes después fuera contratado como cantante y bailarín para la obra El diluvio que viene en el Gran Teatro de Burgos con dos funciones diarias. Contacta tras aquel éxito con un grupo experimental cordobés de Danza Contemporánea con el que se implica en coreografía, talleres y muestras de danza. Paralelamente jalona los tres cursos últimos trasladando su matrícula al Conservatorio Superior de Música y Escuela de Arte Dramático y Danza de Sevilla. Ese mismo año de su licenciatura en la capital hispalense, tendría una actuación brillante en el recital de clausura del Conservatorio cordobés, en donde siguió recibiendo clases de Suzanne Oussov en Ballet Clásico, de Paulo G. Campos en Afro-Jazz o de José Antonio Abad en Regional-Andaluz. En 1985 traslada su residencia a Sevilla, forma parte del Grupo Paspie e inicia una intensa gira por Andalucía con el Circuito Andaluz de Música y Teatro. Sin dejar de buscar maestros de ballet, acepta la propuesta de Bibí Andersen y se incorpora al espectáculo de variedades en 1986. Un año más tarde es contratado para la tournée de Mamá quiero ser artista de Concha Velasco y Paco Valladares junto a Giorgio Aresu.
En febrero de 1988 finaliza el contrato con Aresu y en marzo es solicitado para filmar en Palma de Mallorca los musicales Contigo de RTVE, al que seguirán los del Teatro Alcázar de Madrid con Bésame Johnny. La televisión gallega será su próximo escenario antes de ser contratado de nuevo para las galas de Sábado Noche de TVE, grabaciones que dejaría para incorporarse a la compañía de Lina Morgan en agosto de 1989 con El último tranvía en el teatro La Latina. En pleno éxito regresó a sus orígenes, decidido a regalar sus últimos años a los pequeños de su pueblo, dándoles la oportunidad que 15 años antes le había ofrecido Ara-Leo. No sin dificultades, logró abrir un estudio de danza en Espiel que pronto contó con un selectivo grupo de niñas y un solo niño. Con ellos estrenó su primer espectáculo de danza y poesía que, bajo el título Acordes, sería el germen del premio de Poesía que en su memoria otorga el Ayuntamiento de Espiel desde 1993. El 31 de diciembre de 1992 Antonio Muñoz había muerto, como del rayo, mientras las pantallas de TVE reproducían su actuación en El último tranvía.
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