Toros en la calle Concepción y gomas en Manolito Sanders
estampas cordobesas
En los primeros años de 1960 se producía el encuentro entre el apoderado y el torero más célebre de la época, mientras cantábamos "Di papá…" jugando a los "sansones" y la rayuela.
COMENZABAN los años 60 con la muerte de Raquel Meller, el nacimiento de Elena de Borbón y una España que declaraba diez días de luto por el fallecimiento de un Papa progresista que ejerció su pontificado como Juan XXIII.
La década se había iniciado con un encuentro entre dos personajes destinados a imprimir sus nombres en los anales de Córdoba, más allá del ámbito taurino al que pertenecieron. Rafael Sánchez El Pipo y Manuel Benítez El Cordobés se habían conocido en "una mañana fría de febrero del año 1960" según contaría luego el apoderado en sus memorias, añadiendo la mala impresión que le causó el muchacho de Palma del Río y la primera promesa de éste a su nuevo mentor: "Si me apodera usted le compro un Mercedes".
Luego vendrían las tardes gloriosas y las de hospital; las hazañas y los gestos caritativos que, aquel inventor de la mercadotecnia de post-guerra y exportador de marisco en guerra, paseó por las pantallas del NO-DO y las televisiones incipientes, en donde la voz de Matías Prats y el nombre de Córdoba anduvieron íntimamente unidas. Las faenas de Manuel Benítez, comentadas desde el léxico riquísimo y exquisito del locutor de Villa del Río, llenaban las tardes de primavera y verano de los 60; en las tabernas de vino de pitarra para el padre y vaso de Casera para la niña, presumiendo él de cordobés; en la calle Concepción, de pie, frente al escaparate de Crescencio Marrodán, en donde padres, abuelos y niños formábamos hasta tres filas de espectadores, algunos convertidos en críticos taurinos espontáneos ante la imposibilidad de escuchar a don Matías tras el cristal.
En casa, la hermana mayor empezaba a llenar las paredes con las fotos de un muchacho de Linares, aún jovencísimo, que nos traía por vez primera el sonido de la "f" envuelto en tintes publicitarios de la marca Philips. Un Raphael imposible de traducir y asociar al Rafael Custodio, escrito en castizo de toda la vida que provocaba discusiones entre la jovencita y el padre, empeñado en llamarle Rap-hael. Y mientras ellos desataban las primeras trifulcas adolescentes familiares, las niñas nos regocijábamos en nuestra candidez con Rosa Mari y José Guardiola preguntándose "Di papá dónde está el buen Dios", en tanto que Rocío Dúrcal se iniciaba en el cine con Canción de juventud.
Los niños jugaban al toro en las azoteas de los primeros pisos subvencionados por el único sindicato, y los inmensos terráos que jalonaban los barrios eran campos de fútbol improvisados que, en invierno, con las lluvias y el rocío, se convertían en los lugares propicios para jugar a la lima o el pincho, a los "sansones" que coleccionábamos en cajas de galletas María o en la lata de membrillo de Puente Genil. A veces, el juego del "cirimbolo" nos unía y no diferenciábamos el sexo, como en la escuela y en la mayoría de las diversiones, que casi siempre acababan con el latiguillo o la excusa de "los niños con los niños, y las niñas con las niñas". Así, por grupos, pintábamos rayas en el suelo, con los trozos de cal muerta del último encalado, para saltar con la china o la tanga en las rayuelas.
Cuando se acercaba el calor era el tiempo del saltador o la goma, comprada por metros en la tienda de retales de un pueblo perdido, la de don Manuel, que atendía ya con su hijo, al que todos llamábamos Manolito a pesar de estar más cercano a los cincuenta años que a la infancia. El padre, con su retranca andaluza, le colocó un alias que ya no le abandonaría. Basándose en su pajarita negra bajo la cara ancha de cerdito bien cebado, lo bautizó como "Manolito Sanders", el marranito siempre sonriente que anunciaba el pienso, absolutamente ajeno a su triste destino. El nuestro, entonces, parecía estar más o menos decidido. Nos llevarían, como mucho, al instituto más cercano al terruño. No formaríamos parte del éxodo de los 60, de quienes recibíamos relojes de comunión, francos y marcos; de quienes venían en verano para curar su morriña de este país que, como Sísifo, vuelve a empezar cuando cree haber alcanzado la cumbre.
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