estampas cordobesas

Días de San Rafael en Cañito Bazán y castañeras en la Puerta Gallegos

  • Octubre sabía a domingo madrugador con olor a sopaipas, canastas y viandas para el perol; a canciones de Ramón Medina, aunque no fuera abril, y a rodillas marcadas con mercromina.

OCTUBRE cambiaba los aromas y los nombres de Córdoba. Olía a candelas entre piedras, sofrito de peroles en el Cañito Bazán o en la Fuente de la Palomera y se llamaba, como en ningún mes del año, San Rafael.

Los arroyos corrían limpios, coronados por algún puente de hierro, cuando las parcelas no salpicaban el verde de la Sierra y solo las mantas viejas sobre El Cerrillo, desprendiendo su tufo a alcanfor, ponían un tono multicolor al campo.

Octubre sabía a domingo demasiado madrugador con olor a sopaipas de fiesta, a cacharreo en la cocina, a la mesa cubierta de talegas, canastas y viandas, para el perol más grande del año; a un camino largo hasta la calle Toledo, un breve paseo en "el tuerto" y otro trecho hasta las jaras y los primeros frutos de otoño.

Las voces de los niños silenciaban las notas del viento; lentamente el aire se dejaba seducir por el delicioso sabor del arroz con pollo, del perol familiar, cuando la parentela abarcaba a vecinos y amigos. Todo sabía a ecos de canciones de Ramón Medina, aunque no fuera abril, a juegos de niños entre jaras y a rodillas eternamente marcadas con el rojo de la mercromina.

Octubre sonaba a "no te comas la tierra", a un viento que invitaba a rebequita, a un vino que soltaba la lengua, a chascarrillos y a "calla, que hay ropa tendida". Luego, de vuelta a casa, la visita obligada al naranjal para los picadillos y las meriendas de gajos dulces con pan.

Las calles de Córdoba tenían la protección de una mano de mayor, abrazando los dedos niños hasta San Lorenzo y más allá, año tras año, hasta la puerta del Juramento para hacer la visita obligada al Custodio y recordarle las plegarias insatisfechas o agradecer sus milagros. Los Jardines de la Victoria olían a castañas asadas en una olla agujereada que alguna vez fue de color rojizo y luego se tornó blancuzca.

La Puerta Gallegos se envolvía en una humareda blanca y, sobre ella, la castañera mostraba su destreza con el cucurucho de estraza o de papel de periódico, cuando no sabíamos que era tóxico en el estómago ni en el alambrillo del retrete; y desde la esquina de la calle Concepción, la vendedora de iguales pregonaba sus últimos cupones.

Octubre sabía a cambio de ropa y de hábitos; a ganas de salir de casa envueltos ya en las primeras prendas de lana que la madre o la abuela nos tejían cada año, con madejas casi siempre baratas, de las que teníamos que proteger el cuello con aquellas camisas de La Meca que asomaban bajo los jerseys. Sabía octubre a ganas de llegar a casa y sentarse en la mesa redonda, aún sin vestir de invierno, y aspirar los aromas a cocina de madre. Un día impreciso los cambiamos por los pinchitos de Juanito Mohamed, en Ciudad Jardín, o los bocadillos de atún con tomate en la puerta de Bocadi, cuando comer y beber en la calle no se llamaba botellón.

Comenzaron los tiempos de las risas en Aqua, junto al viaducto, de los primeros vinos de Peseta en Plateros, de cerveza en La Barrera de la calleja Munda, del vermú en Marrón o Tiffanys y sanfranciscos en Saint Cyr Club. Fueron también los cursos de platos combinados de Manolo en Costa Sol y de los muchachos de Veterinaria que ponían palabras y acentos nuevos al silencio conventual de la noche y de Córdoba.

Eran las mañanas de sábado y baloncesto en María Auxiliadora y sus Salesianos, cuando jugábamos a ser animadoras en un deporte del que solo nos entusiasmaban, secretamente, las piernas de los muchachos.

Las tabernas tenían los aromas nuevos del pitarra a estreno que llegaba a casa desde el colmáo en la damajuana. Era el mismo que adornaba, como un manjar, la mesa del mediodía en el porrón de cristal coronado por el gorrito de ganchillo; los primores de la abuela, extensibles también al porrón de La Rambla sobre la nevera; un botijo que, en este tiempo, se cambiaba por el vidriado, cuando no por los artísticos, con forma de gallo, traídos en los primeros viajes a Portugal. Fue el tiempo de desestimar lo que, con el tiempo, más estimaríamos.

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