Mujeres en Cercadilla, vagones a Europa y un Talgo que no paró

En 1960 un terremoto en Agadir presagiaba una nueva Apocalipsis, mientras el Norte estrenaba el Talgo y el Sur alimentaba las fábricas de Bélgica y Alemania entre inundaciones y danzas.

Apeadero de ferrocarril de los años 60.
Apeadero de ferrocarril de los años 60.
Matilde Cabello

06 de julio 2014 - 01:00

LOS años 60 comenzaron con la noticia de un espantoso terremoto en Agadir que dejaba bajo los escombros alrededor de 3.000 cadáveres. Los medios de comunicación de la época la comparaban con Pompeya, augurando una epidemia de peste sobre las ruinas plagadas de ratas. La ciudad marroquí fue evacuada, socorrida por ejércitos de países amigos y por Mohamed V, mientras se hablaba del destino, de lo que estaba escrito o de los "excesos" cometidos por un turismo "libertino", sin ninguna referencia a zonas de plegamiento, tectónicas u otros elementos racionales. En resumen, era una nueva Apocalipsis, un castigo divino al "hereje", a pesar de la relación con el país vecino con el que, también entonces, nos llevábamos a partir un piñón.

Y mientras en el Marruecos árabe se destruía prácticamente la Kasbah, y con ella cinco siglos de historia material, en Córdoba se redescubría el Templo Romano de la calle Claudio Marcelo, a partir de unas obras en el Ayuntamiento que invitaron a pensar que aquello era mucho más grande de lo que el arquitecto Hernández pensaba.

Fue el año en que el arroyo Pedroche quiso imitar al Guadalquivir e inundó un Barrio Cañero incipiente; el mismo en que se inauguró el Campo Municipal del Brillante con sus aguas tan frías como lo estarían hasta el final de su vida y nuestro disfrute, cuando Maruja Caracuel se hacía famosa en Córdoba, desde Electromecánicas a los primeros escenarios de TVE.

La estación de Córdoba estrenaba el primer Talgo que, a modo de prueba, congregó a un montón de curiosos en el sitio donde hoy reinan los jardines del Vial Norte, pasando de largo por Cercadilla, la hermana pobre del ferrocarril cordobés, la de las noches prohibidas a las señoras de bien y abierta todo el día a sus maridos; la de los cabarets nocturnos y el flamenco; la de las mujeres sentadas en sillas a sus puertas, luciendo piernas y escotes para los mecánicos y obreros de diario o la tropa de domingo. Y es que Cercadilla estaba lejos de las realidades cotidianas de la gente "decente" y de sus momentos lúdico-festivos. Cercadilla, en realidad, estaba lejos de todo y a la vez tan cerca.

El Talgo que no se detuvo en la estación de segunda, tardaría años en cargar pasajeros del Sur. Los trenes de entonces distaban mucho del lujo consustancial que nos trajeron los dos ingenieros que le dieron nombre. El Tren Articulado Ligero Goicoechea Oriol, alimentado con diesel y bautizado con nombres marianos, se quedaba siempre más allá de Despeñaperros. Aquí se viajaba en los de carbonilla, en vagones con sillones corridos de madera; otros, cargados de animales o mineral y el coche correo. Trenes mixtos de recorridos interminables y paradas en estaciones con productos típicos en cestas de mimbre, o agua a no sé cuánto la buchá.

Los niños subíamos a los trenes de los 60 como a un carrusel que sólo gozábamos en los días de feria. Los padres más afortunados con la ilusión de cruzar el túnel de La Balanzona que ya olía a Córdoba o la estación de Jerez, que ya olía a Cádiz. Pero unos y otros deseosos de ver y sentir intensamente aquella ruptura de la cotidianidad que era el viaje.

Los viajes mostraban tras las ventanillas ennegrecidas de carbonilla la disparidad de los campos, la concordancia blanca de los pueblos y la homogeneidad de la miseria en sus gentes.

Los trenes de los años 60 fueron el despertar a otras maletas que no llevaban el flotador desinflado, entre polvos de talco, ni la sahariana a juego con la gorra o un bañador nuevo. Supimos entonces de cajas de cartón atadas con guitas y talegas con ropa de tajo, camino de las industrias y los hoteles del Norte; de las fábricas de Bélgica, que llegaron a albergar una colonia de 68.000 españoles, el 41 por ciento mujeres; de los barracones suizos en donde se hacinaban, porque no había dinero para individualidades, o de las vendimias a Francia, que contabilizaban 130.000 hijos de aquella España, cuyas autoridades presumían también de bajadas en el paro. Alguno expresó el deseo de que sus hijos no fueran nunca emigrantes, sino españoles en Europa. Ahora Alemania plantea expulsar a los extranjeros parados de pequeña duración y los hostales británicos ofertan habitaciones para 12 emigrantes. Los "jornaleros se van a la vendimia francesa" y no nos queda un Carlos Cano que vuelva a cantarnos "no puede ser, no debe ser".

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