Manuel Reina, el poeta que consiguió llevar al río Genil más allá del Atlántico
Manuel Reina Montilla fue de alta cuna por nacimiento, bajó a los infiernos por destino y acabó elevándose hasta la cumbre de la inspiración y la creación poética, que fue su gran vocación
MANUEL Reina Morales y Amparo Montilla Melgar pertenecían a una de las familias más influyentes de aquel Puente Genil de mediados del XIX. Allí nació un 4 de octubre de 1856 su hijo Manuel. La pareja legó al primogénito el poso de las numerosas lecturas del padre, el compromiso de caridad de la madre y la posición económica desahogada que le acompañaría durante toda su corta e intensa vida.
Tuvo una temprana formación cultural y académica, primero en su pueblo natal, en Córdoba y en los Escolapios de Archidona luego. De entre los volúmenes que conformaban la biblioteca familiar, Manuel Reina, aún adolescente, se decantó principalmente por la poesía, bebiendo de grandes maestros de El Género, desde Espronceda a Heine, pasando por el romanticismo de Bécquer. Así, con dieciséis años, sus versos comienzan a destacar en calidad y originalidad y su vocación le lleva a redactar alguna revista manuscrita, ya en sus tiempos de bachillerato.
Sin dejar de componer, pasa por la Universidad Libre de Córdoba, Granada, Sevilla y Madrid, cursando estudios de Derecho, condición casi imprescindible para pasar a formar parte de aquel elenco de políticos-intelectuales que trazaron los intensos acontecimientos del siglo XX.
A la política, su otra gran pasión escrita en tonos agridulces, dedicó algunos episodios de su vida, junto a Sagasta y Maura. Con el primero salió elegido diputado a Cortes por Montilla en 1886, y por Lucena seis años más tarde; por el partido Conservador, fue Senador por Huelva, corriendo el año 1897.
A esta etapa, que debió pasar sin pena ni gloria, se refiere la amplia crónica de Daniel Aguilera, en El Defensor de Córdoba, en los siguientes términos: "Como la mayoría de los grandes hombres, no pudo sustraerse al influjo de la política que, si alguna satisfacción le produjo, en cambio le originó muchos sinsabores, haciéndole paladear las hieles del desengaño".
Quizá la incuestionable condición de poeta desde la esencia de Manuel Reina fuera incompatible con la materia que mueve la política, según puede deducirse del mismo texto de Aguilera, quién apunta que vivía en un "ideal bellísimo acusadamente aherrojado y preso entre las mallas impuras de la naturaleza humana". Estos y otros reveses de la vida (como la temprana muerte de su esposa, contando él 28 años) lo hundieron en varias etapas oscuras, en su palacete pontanés de Campo Real, entre los que estuvo un intento de suicidio.
Como contrapartida, el antídoto de la poesía revertió en una obra tan personal como refrescante que lo colocaron en la vanguardia, desde las primeras publicaciones. Con 18 años, había publicado el primer poemario, Andantes y alegros, y contaba ya con varias obras de teatro, en tanto iba publicando en prestigiosas revistas, nacionales y de Hispanoamérica (Blanco y Negro, Ilustración española y americana, Época…) además de fundar en Madrid la literaria La Diana.
En 1894 su viudedad coincide con una reseña en el Heraldo de Madrid, tras la publicación de La Vida Inquieta, con prólogo de Núñez de Arce. Será el trampolín para la difusión de su obra a nivel nacional, aportando otros títulos, a un promedio de uno por año, desde La canción de las Estrellas a varios aparecidos después de su muerte.
Así se convierte, en opinión de los escritores e intelectuales de la época, en el verdadero creador del Modernismo, desestimando el título oficial que, en este sentido, auto ostentaba Rubén Darío.
Aquel hombre, admirado y querido por grandes poetas y escritores contemporáneos suyos como Manuel Machado, Núñez de Arce, Pérez Galdós, Juan Varela o Clarín, dejó de existir próximo a cumplir 50 años. Dejaba tres hijos: los abogados Manuel y Luís Fernando y el segundo en nacer, Francisco, oficial de artillería; dejaba a una madre que le sobrevivió y un hermano, Mariano, diputado provincial.
Eran las seis de la mañana de un 11 de mayo de 1905. Lo que parecía un desvanecimiento fue prescrito como "colapso cardiaco" mortal por su médico de cabecera, Leonardo Velasco.
Ese mismo día los diarios locales le dedicaban sentidos titulares, artículos, páginas…; a las puertas de su casa, se agolparon por igual campesinos y terratenientes, pueblo y burguesía, iletrados e intelectuales; las campanas de todas las iglesias doblaron al unísono y los comercios e industrias cerraron sus puertas. Los pontaneses sabían ya de la tremenda pérdida que sufríamos. Luego vino el silencio y el reconocimiento, tras el siglo de rigor, que siempre exige la gloria a los escasos genios que en el mundo han sido.
También te puede interesar
Contenido Patrocinado
Contenido ofrecido por Restalia