Manos con sabañones, gambas en El Barril y Melchor en Los Sánchez

estampas cordobesas

En el 65 los padres soñaban con los "iguales" y la lotería; los niños con los juguetes de cartón y lata de Los Sánchez en escuelas de encerados negros, cubos con fechas y pasajes del Mío Cid.

A mediados de diciembre de 1965 la prensa publicaba el perfecto amerizaje en el Atlántico de los astronautas Schirra y Stafford, tripulantes de la Geminis VI. La Asamblea General de las Naciones Unidas reiteraba la invitación a España e Inglaterra para iniciar conversaciones sobre Gibraltar y Perico Chicote aseguraba que "la mejor ginebra es Gordon´s".

Mientras, aquí y a estas alturas del calendario, los anocheceres de Córdoba todavía se impregnaban de la humareda de castañas asadas; la Puerta Gallegos olía a gambas rebozadas de El Barril y escuchábamos aquel "me quedan cuarenta duros iguales", cerca de Ultramarinos Navarro y de la barbería en donde el abuelo se afeitaba todas las mañanas antes de acudir al trabajo, tras dejar la casa de vecinos, a cuestas con su dolor por los hijos que se llevó la miseria. Era cuando los sorteos de la ONCE se llamaban "de los cupones" y cada capital celebraba el suyo y los ciegos no tenían la consideración de personas válidas. Con el tiempo aprenderíamos que la ceguera grave es, con mucha frecuencia, la que afecta a las miradas más que a los ojos.

Estábamos aún en tiempos de aprendizaje silenciado y sesgado, en donde la Enciclopedia Álvarez revelaba los principios a seguir que no contrastaríamos hasta pasadas unas décadas. Tiempos contra los que nos rebelaríamos luego y ahora firmamos la paz. Era la Córdoba, aún con la presencia del coso de Los Tejares, tan de luto todavía por Manolo, el de Santa Marina, a pesar de la tauromaquia de Martorell, de la trayectoria de José María Montilla y del inicio de la carrera de El Cordobés. La Córdoba del Tiempo de silencio de Luis Martín Santos, tan actual.

Fue la ciudad de los alquileres, con carromatos manejados a mano en las escasas mudanzas o el traslado de muebles desde Rutilio Beato de la calle Osario. La Córdoba de los Maestros: doña Carmen y sus eternas faldas grisáceas, decentísimas, sus blusas blancas y el broche, las medias tupidas y los zapatos de cordones, o don Ezequiel y don Emilio, fumadores y trajeados, tan cercanos a La lengua de las mariposas de José Luis Cuerda y Manuel Rivas, que aún nos estremecen. Maestros arrastrando tizas sobre los encerados negros, enmarcando las fechas en cubos y dibujando ángulos, pasajes de El Quijote y del Mío Cid, de una Biblia y una historia que quizá nunca compartieran y, mucho menos, quisieran impartir. O quizá fueran ya tiempos de croquetas intragables de internado, eternamente aborrecidas entre lágrimas y esperas, de yemas de huevo mal batidas en leche, como sobrealimento y método (finalmente ineficaz) contra la extrema delgadez de aquellas niñas alimentadas "sin primor". Tiempos de olores puntuales que acabarían siendo perpetuos; los de las ollas inmensas de aluminio pulcrísimo sobre fogones de colegio y sus aromas de rancho y hospital, todavía de postguerra. Días de sabañones y manos agrietadas que sangraban al mínimo roce con la pelota o la red, en aquellos partidos que llamábamos de "balón-volea".

Fueron horas de madrugadas en el andén de la vía de Almorchón, hasta llegar al calor de las sábanas, tan cálidas como la bolsa de agua hirviendo que esperaba en la cama, en dormitorios siempre fríos pero orientados al Sur. Lienzos que recordaban, y olían, a sal. Donde vimos el azul de nuestro despertar ya incompatible con las Pinturas Negras de Goya que nos rodeaban en aquellos 60. Porque ya, antes, hubo tiempos de Chupones y Puerto Real, de San Fernando y Puerta Tierra; de risas y alegría.

Luego vendrían los de chiquillería emigrante, que un día se hizo adulta ante juguetes de cartón y lata; los de Los Sánchez de la calle Nueva, con el Rey Melchor de su planta baja, el receptor de misivas, imposibles para casi todos.

Y nos quedó la voz del rey negro que nos hacía salir de la cama, atemorizados, aunque nos "sonaba". Es el mismo eco que resonaría ya desde siempre entre nosotros; el "estudia, estudia…que a fregar platos se aprende sola", repetitivo y monótono de su voces, animando a los libros y al Alma máter; a aquella medicina que nunca les dejaron tomar y siempre añorarían.

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