Hixem III, el último rey cordobés de al-Ándalus
Cordobeses en la historia
Hixem al Mutadd ibn Abderramán nació entre califas, reinó al-Ándalus cuando la capital deslumbraba al Saber, y con la dignidad de su estirpe sucumbió ante la grandeza de Córdoba



AL hijo de la esclava Onieza le llamaron Hixem al Mutadd ibn Abderramán. Era un Omeya nacido en la Corte de Alhaken II en el 975 y biznieto de Abderramán III. Estaba destinado a cerrar la condición de capital de las Ciencias y las Letras que Córdoba ostentaba en el mundo. Las referencias familiares que de él se tienen parten de su hermano, cuatro años menor, Abderramán IV, que gobernó con el nombre de Mortadha o "el que goza de la bendición de Alá". Fue amigo incondicional del sabio Ibn Hazm, hasta tal extremo que éste bajo su amparo se marchó a Valencia, donde posiblemente escribió El collar de la paloma, y regresó a Córdoba en febrero de 1018 tras 5 años de exilio, al proclamar aquí Califa a Abderramán IV, tal y como cuenta en su "tratado sobre el amor y los amantes". La amistad entre ambos ratifica la imagen de hombre culto y sensible del cuarto de los abderramanes, que devolvió el Califato de Córdoba a su dinastía, la Omeya, en manos de los Hammudíes, batallando encendidamente por ello. Y en el empeño murió traicionado, cerca de Guadix, sin llegar a ocupar el trono. Aquel fugaz Califa, que nunca compartió el gusto por los brocados y las sedas de su estirpe, tuvo al menos dos hermanos: uno apodado el mudito e Hixem, que había quedado en Alpuente.
Tas el asesinato de Abderramán IV, los califas de Córdoba seguían ascendiendo y descendiendo del trono a veces sin que su estabilidad alcanzara siquiera 6 meses, como sucedió con su antecesor y penúltimo Califa Omeya, Muhammad III al Mustakfi (padre de Wallada la Omeya), mal gobernante, cuya vida fue sesgada violentamente por el pueblo, que dio una muerte igual a su Primer Ministro ben Said; un antiguo tejedor que rigió torpemente, en tanto él mantenía su tradicional vida de intrigas y zambras. Mustakfi, como ya contábamos en estas páginas, había hecho asesinar a su antecesor, Abderramán V -a apenas 60 días de iniciar el reinado- en los Baños Califales del actual Campo de los Mártires; los cordobeses vengaron la muerte de Abderramán V matando de análoga manera al antiguo tejedor "y en su ira brutal", dice Dozy refiriéndose al pueblo, no dejaron de "herirlo hasta que su cadáver estuvo enteramente frío", en tanto Mustakfi salvaba la vida por unos meses al escapar vestido de mujer. En este ambiente y con la aristocracia y el vulgo en idéntico estado de crispación, volvieron a perder los Omeyas su influencia, de nuevo en manos de los odiados Hammudíes. Durante casi dos años reinó, desde lejos, Yahya al Mutali; y el tan acariciado Califato de otro tiempo fue un reino que nadie se atrevía a gobernar. La cabeza del hammudí acabó siendo festejada sobre una pica y, al llegar la noticia a Córdoba, los pro-Omeyas pensaron en Hixem; el pretendiente más propicio pues querría vengar la muerte de su hermano Abderramán IV.
El Omeya, en Alpuente, recibió con desánimo la proclamación ya consumada en abril de 1027, y, con la misma delicadeza que su hermano había mostrado, se excusó, dicen los cronistas, argumentando que era su espalda demasiado débil para una ciudad tan grande como Córdoba. Tras varios meses de negociaciones, Hixem puso el gobierno en manos del Primer Ministro Ibn Djahwar, mientras reunía las tropas capaces de emprender la Reconquista de Cataluña y Castilla, ahora bajo el poder cristiano. En esas luchas anduvo hasta 3 años después de prestarle juramento los cordobeses y sin pisar la ciudad. Cuando por fin se anunció su entrada en ésta, en diciembre de 1029, Ibn Djahwar quiso engalanar la Medina y se alegraron sus habitantes. No dio tiempo a iniciar los trámites para la visita y, ante la inminente llegada del Rey, las tropas y el pueblo corrieron a intramuros para recibirle. Pero Hixem III, tan austero como su hermano, cabalgaba sobre un caballo tan vulgar como su atuendo. Córdoba, cuyos habitantes tenían fama mundial por la elegancia en el vestir y por la distinción de clase en función de la indumentaria, no le perdonó su desaliño. Una vez aquí, interpretaron que su carácter dulce, comprensivo, negociador y más dado a los libros y la diplomacia que a la guerra, no estaba en consonancia con aquellos tiempos convulsos. Presionado, se vio abocado a guerrear contra los propios andalusíes desde Zaragoza a Almería, pasando por Levante o Medina Sidonia. Dos años duraron las razzias, y volvió Hixem III a las negociaciones; y volvió el pueblo a tacharlo de blando. Aquel carácter, tan propio de su linaje, sirvió de excusa para la conspiración que estalló en noviembre de 1031. Volvieron a sonar los gritos y el ruido de alfanjes junto a la Puerta del Puente y el actual Alcázar Viejo, pero no se inquietó el Califa; y ante la descomposición de Djahwar anunciándole una nueva tragedia, el Omeya respondió: "Alabemos a Alá si así lo ha querido". Sus mujeres y amigos, los científicos y poetas de al-Ándalus, le acompañaron voluntariamente. El último Califa salió de Córdoba entre injurias, con una de sus hijas pequeñas en brazos. Presumen varios pueblos de haberlos acogido, pero las crónicas sólo reconocen que en Lérida le abrieron los brazos y allí murió en 1036. Y a pesar del escaso interés que despertó luego en la Historia, llegó incluso a acuñar dinares en la Ceca de Córdoba; los últimos que llevarían el nombre de los Omeyas.
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