Córdoba

Historia de un año de angustia

  • Todo comenzó tal día como mañana, el 8 de octubre de 2011, cuando José Bretón denunció la desaparición de sus dos hijos y dio lugar a una ardua investigación sobre el horror

 El 8 de octubre de 2011, justo hace mañana un año, Córdoba, tras el largo y abrasador verano, se despertó sumida en la calma relativa de un sábado soleado, con esa agradable temperatura de los otoños templados. Las familias disfrutaban de su fin de semana al aire libre junto a sus hijos y las zonas verdes de la ciudad se veían repletas de gente, bulliciosas y felices, en especial algunas de las que están más de moda, como las inmediaciones del Parque Cruz Conde o la aledaña Ciudad de los Niños. La estampa resultaba idílica, inocente, familiar, pero se vio rota en mil pedazos cuando, en torno a las 18:00, comenzó a correr el rumor de boca en boca sobre el hecho de que dos niños muy pequeños se habían extraviado cuando se encontraban paseando junto a su padre. Comenzaba así un largo tormento, una crónica negra de horror y de dolor que quedará indeleble en la memoria de miles de personas, en especial cordobeses y onubenses, durante décadas.

Aquel mismo día, la Policía, avisada por el padre de los chicos, un por entonces desconocido José Bretón, comenzó a movilizarse por toda la ciudad para conseguir encontrar a los niños, llamada ella Ruth como su madre y el José como su padre. Los datos aportados por el progenitor, sin embargo, resultaban sumamente escasos y neblinosos. Según su versión, perdió de vista a sus dos hijos a causa de un "despiste" mientras daba un paseo con ellos por el circuito deportivo del Parque Cruz Conde. La niña, de seis años, vestía mallas rosas y camiseta a rayas. Su hermano, de tan sólo dos, llevaba pantalón beige y camiseta celeste. La rareza del testimonio de Bretón provocó de inmediato  un cierto recelo hacia su persona, aunque él no dudó en repetir la misma versión horas más tarde  en la Comisaría de Campo Madre de Dios, cuando los primeros rastreos habían resultado infructuosos. 

A simple vista, Bretón aparentaba ser un hombre normal, de complexión más bien menuda, aunque su forma de comportarse distaba mucho de lo que se espera de un padre que, supuestamente y en cuestión de segundos, había perdido de vista a sus dos hijos. Los agentes no dudaron por ello en centrar los primeros pasos de la búsqueda en las inmediaciones del lugar en el que Bretón había relatado que desaparecieron los niños, pero sin dejar de fijar su atención en él. 

Todo parecía en suma muy extraño. ¿Cómo dos niños tan pequeños, uno de ellos incluso comenzando a andar, pueden desaparecer en un abrir y cerrar de ojos? Esa es la pregunta que se formulaban todos los que iban conociendo la noticia sin llegar a encontrar una explicación lógica. Poco a poco surgían nuevos datos que, aunque no conseguían aclarar mucho, al menos mostraban la existencia de un entorno familiar más lleno de sombras que de luces.

Se conoció entonces, en las primeras horas de investigación, que Ruth Ortiz y José Bretón habían decidido poner fin a su relación matrimonial de nueve años hacía escasamente un mes. Desde entonces ambos, que habían vivido los últimos años en Huelva, fijaron de mutuo acuerdo un calendario para que el padre de Ruth y José pudiese pasar fines de semana alternos a su lado, ya que tras la ruptura había decidido volver a Córdoba, a casa de sus padres. Todo apunta sin embargo a que Bretón no  asumió realmente que su mujer pusiera punto y final a un matrimonio que, de puertas para afuera, aparentaba ser perfecto y que, hasta un mes antes de aquel 8 de octubre, vivía en una casa de una  apacible y familiar urbanización de clase media de El Nuevo Portil, en Huelva. Horas más tarde de la desaparición, aún podían verse allí los juguetes de los niños en un pequeño porche que da acceso a la casa, dejando así una muestra de lo que fue la vida de Ruth y José junto a sus padres.  

José Bretón se dedicaba en exclusiva al cuidado de los niños durante los meses previos a la desaparición. Era conductor en paro y exmilitar, con un servicio especial en Bosnia en su historial. Cada día llevaba a Ruth y a José al colegio García Lorca, en el barrio de Adolatrices de Huelva. Todos los que coincidieron con él en los últimos meses lo calificaban como un hombre educado y centrado en el bienestar de sus pequeños, aunque la percepción era muy diferente entre su entorno más cercano: es decir, aquellos que los conocían de puertas para adentro. En su día a día con su familia, relataban, se mostraba como un padre controlador, con miles de obsesiones, sobre todo la limpieza, y celoso.   

Ruth Ortiz había decidido poner fin a su relación cuando se vio abocada a una vida que no quería ni para ella ni para sus hijos. Veterinaria de profesión, conoció a José Bretón cuando cursaba sus estudios en Córdoba. Luego llegó la boda y el nacimiento de los niños. En 2011, sin embargo, y contando con ayuda profesional, se dio cuenta de que vivía totalmente sometida a su marido y que, incluso, era víctima de maltrato psicológico. Con el apoyo de su familia consiguió dar un paso hacia adelante para comenzar una nueva etapa en la que quedase fuera José Bretón. Durante la última década Ruth no se había separado en ningún momento de él. Al principio de su matrimonio, de hecho, habían decidido instalarse en la finca de los padres de Bretón, situada junto al polígono de Las Quemadillas, en las afueras de la capital cordobesa. Lo que no sabía Ruth es que aquella casa se convertiría en su pesadilla con el paso de los años. 

Esta parcela, de unos 10.000 metros cuadrados, fue el último lugar en el que José Bretón estuvo con sus hijos aquel 8 de octubre y desde el principio y hasta el final se centraron allí las pesquisas de los agentes encargados de la investigación. Construida por José Bretón y por su padre, desde el exterior de la parcela se puede ver la vivienda y las hileras de naranjos que la rodean. La primera búsqueda en este lugar comenzó el 9 de octubre, horas después de la desaparición y cuando Ruth Ortiz ya había viajado junto a su familia hasta Córdoba para saber más de lo que ocurrido. La Policía sospechaba de José Bretón, de su forma de actuar y de su frialdad. En todo momento, sin embargo, se mostraba colaborador en la búsqueda, pese a no estar aún detenido, sin dudar  en abrir las puertas de la parcela de sus padres, donde reconocía que había acudido junto a sus hijos el día anterior antes de dirigirse hacia el parque. Los agentes emprendieron, pese a sus sospechas, una estrategia:  mostrarse cómplices con él. El objetivo:  ganarse su confianza para poder sacarle algún dato revelador de lo ocurrido. Pero nada ni nadie consiguió romper la coraza de Bretón, que no movió entonces ni una sola coma de su versión de los hechos. 

Los agentes descubrieron en la finca de Las Quemadillas algo extraño: restos de una hoguera que aún desprendían calor. ¿Para qué hizo fuego José Bretón justamente el día que tenía para disfrutar de sus pequeños? La explicación que dio él fue sencilla a la vez que rara: quería, según dijo, desprenderse de todos los objetos que conservaba de su mujer en la finca.  Acabar simbólicamente con su recuerdo. 

La Policía decidió en ese momento involucrar en el caso a una persona con la experiencia suficiente para desenredar una maraña que se  agrandaba más y más con el paso de las horas. Se trataba del comisario Manuel Piedrabuena, hasta el pasado mes de mayo el máximo responsable de la Policía Judicial de Sevilla, conocido por su actuación en la frustrada búsqueda de Marta del Castillo. Los agentes comenzaron a rastrear la parcela, bajo la mirada impasible del sospechoso, y centrándose desde un primer momento en la hoguera, aunque también se emprendió un detallado examen de los movimientos y las llamadas del móvil de Bretón. 

Fue entonces cuando ocurrió algo que con el tiempo se tornó decisivo y que encendió todas las alarmas: la aparición en las cenizas de la mencionada hoguera de restos óseos. El hecho trascendió a los medios de comunicación e incluso TVE informó profusamente de ello en su telediario de las nueve.  El miedo ante la posibilidad inminente de la aparición de los restos de los niños cundió. Desde ese momento la finca de Las Quemadillas comenzó a ser vista por todos como un lugar oscuro: el sitio presuntamente elegido por Bretón para llevar a cabo un macabro plan. 

El nerviosismo se palpaba en el ambiente. Agentes entraban y salían de la finca. Entre ellos se encontraba Josefina Lamas, la perito de la Policía Nacional  encargada de determinar el origen de los restos. Tras un primer estudio concluyó que los indicios hallados en la hoguera eran de origen animal; en concreto, de roedores y perros. A partir de ahí se generó una calma relativa, cierto alivio, y para la familia materna se abrió una puerta a la esperanza. 

En su búsqueda los agentes efectivos de la Policía Nacional rastrearon el cauce del río Guadalquivir a su paso por la finca, pero ningún movimiento consiguió arrojar nada concluyente que conduzca a los niños. No obstante, todos  tenían cada vez ven más claro que Bretón callaba mucho más de lo que decía.  

El transcurso de los acontecimientos, en lugar de provocar un cambio de actitud en el padre, provocó que este se mostrase mucho más cerrado. Pasó aquellos primeros días enclaustrado en casa de sus padres, en la calle Don Carlos Romero, en la zona de La Viñuela, sin querer hablar con los medios de comunicación que hacían guardia. Todos ansiaban que de su boca salga algún mensaje de rabia y desesperación ante la pérdida de sus pequeños. Pero ese momento nunca llegó. 

En esta vivienda los niños habían pasado su última noche, después de que su padre los recogiese el viernes 7 de octubre en su colegio para pasar el fin de semana en Córdoba. Ese día Bretón habló con Ruth para pedirle una nueva oportunidad para rehacer su relación. Para ello, hizo uso de algunos detalles como un ramo de rosas y una carta de amor en la que le insistía en que regresase con él. Pero  Ruth se mostró férrea en su decisión. Ésta no sería sin embargo  la última vez en la que el padre de los pequeños se lo iba a pedir. Tan sólo un día después, Ruth recibió  una llamada de Bretón, que no respondió por consejo de su psicóloga. Es este rechazo, según todos los indicios, lo que provocó que Bretón llevase a efecto, según supone el juez, su truculento plan en la finca de sus padres, que al parecer llevaba semanas preparando. 

Los agentes cada vez tenían más claro que los niños no llegaron al parque Cruz Conde, pero los días pasaban y no encontraban ninguna pista clave que diese fuerza a su teoría. Piedrabuena se marcha entonces y toma el mando el jefe de la Unidad de Delincuencia Especializada y Violenta (UDEV), Serafín Castro. Su equipo, llegado desde Madrid, desembarca en Las Quemadillas  con el único fin de dar con el paradero de los pequeños. Rastrearon cada rincón de la parcela, de los terrenos anexos, graveras abandonadas y red de alcantarillado, pero sin éxito alguno.  

Por el momento, no había nada que demostrase que Bretón estaba implicado en la desaparición de Ruth y José, o al menos aparentemente. La sorpresa se produjo el 18 de octubre cuando finalmente fue detenido por las contradicciones y las lagunas en su relato sobre la desaparición de sus hijos. Tres días después se enfrentó por primera vez a la persona que se convertirá en su peor pesadilla, el juez instructor del caso, José Luis Rodríguez Lainz. 

Bretón decidió contratar para su defensa al veterano abogado José María Sánchez de Puerta. Desde un principio, el letrado se mostró muy cercano a su cliente, defendiendo a capa y a espada su inocencia. Para ello, no dudó en exponerse desde un principio ante las cámaras de los medios de comunicación, con especial preferencia por los magazines matinales de cadenas televisivas nacionales. Desde su despacho, situado en la cordobesa plaza de San Miguel, Sánchez de Puerta concedió entrevistas y declaraciones en exclusiva a las grandes estrellas televisivas. En todo momento se mostraba tajante en que su cliente perdió a los niños en el parque Cruz Conde y que no existían motivos para su detención. Pero su defensa de poco valdría ante la tenacidad de un magistrado como Rodríguez Lainz, titular del Juzgado de Instrucción número 4 de Córdoba. Sus compañeros lo califican como una persona reservada y un tanto peculiar. Evita tener que exponerse ante los focos y las grabadoras de los periodistas, ya que él centra toda su atención en la resolución de los casos en las cuatro paredes de su pequeño despacho. Sabía lo que quería: encontrar una pista que demostrase que José Bretón estaba detrás de todo. Para ello no dudó  en un primer momento en llevar al padre de Ruth y de José al lugar en el que supuestamente se produjo la desaparición; es decir, el parque Cruz Conde.

Con cronómetro en mano, el juez recorrió junto a Bretón, esposado y protegido por un rudimentario cordón policial, todos los puntos en los que supuestamente estuvo con los dos pequeños en la fatídica tarde. Y fue ahí donde el magistrado reafirmó su hipótesis de que allí nunca estuvieron los menores, tal y como posteriormente se verificó gracias a las cámaras de seguridad que controlan las inmediaciones de la Ciudad de los Niños. José Bretón ingresó en la prisión de Alcolea. Y allí mostró a todo su entorno su verdadera personalidad: la de un hombre obsesionado por su mujer, frío, calculador y maniático.

El juez centró a partir de ese momento toda su atención en Las Quemadillas. La Policía vuelve a levantar una y otra vez suelo, techos y paredes de la casa y remueve toda la tierra de los terrenos colindantes. El georradar rastrea palmo a palmo la finca, mientras la maquinaria pesada se afana en el la zona de los naranjos. Rodríguez Lainz consiguió, con todas estás búsquedas incesantes y todo tipo de pruebas, dar forma a un relato que encaja a la perfección con una novela de terror. En su auto de procesamiento dejó claro que José Bretón ejecutó un plan macabro como venganza a su mujer y que ideó durante semanas en la finca de sus padres. Lo que no quedaba claro es cómo lo llevó a efecto. Si acabó con sus vidas o si un tercero le ayudó a hacer desaparecer a los niños llevándoselos a cualquier recóndito lugar. 

Es esta opción a la que en un primer momento se aferró la familia materna de los pequeños. Su madre, Ruth Ortiz, prefirió mantenerse a la sombra. Para ello le cedió el timón a su mejor amiga, Esther Chaves, quien no se separaba de su lado desde que transcendió la noticia. Con semblante sereno, incluso anormal para la situación que está viviendo la familia, Esther durante los primeros meses pide calma y tranquilidad y ante todo defiende la presunción de inocencia de José Bretón. Con el paso de los meses queda claro que esto tan sólo es una estrategia marcada por la abogada de Ruth, Reposo Carrero, para conseguir que el padre de los pequeños confesase qué fue lo que en realidad pasó aquel día. De nada sirvió. Bretón callaba. Y es en enero cuando Ruth consiguió sacar fuerzas para participar en Córdoba en la concentración para pedir el regreso de sus hijos a casa tres meses después de su desaparición. Es aquí cuando exteriorizó todo su dolor y toda su rabia hacia el que fue su marido, con el que compartió todo, lo bueno y lo malo, durante los últimos diez años. Y sin que le tiemble el pulso lo llama asesino y le exige que de una vez por todas diga toda la verdad. Ruth empieza a ceder y concede a cuentagotas algunas entrevistas. Pero el sufrimiento le impide relatar cómo fue su vida junto a Bretón. Sólo consiguió dar algunas pinceladas del auténtico calvario que padeció junto a un hombre inofensivo a simple vista. 

Los miembros de la familia paterna fueron testigos directos de esta última década de relación matrimonial. Los abuelos de los niños, Antonia y Bartolomé, y los tíos paternos, Rafael y Catalina, conocían mejor que nadie la personalidad de José Bretón y su comportamiento. Tras la desaparición de los niños sugirieron ante la Policía sus sospechas de que Bretón pudiese estar detrás de la desaparición, pero con el paso de las semanas dieron un paso atrás y  relataron una versión en la que dan por supuesto de que los niños se perdieron en el parque,  desechando toda implicación del padre. ¿Será José Bretón  quién les ha ordenado que mantengan de forma firme esta actitud? El juez los llamó a declarar en varias ocasiones y dedujo de sus testimonios que estaban ocultando la verdad. La abuela excusó las visitas de su hijo a Las Quemadillas, mientras que sus hermanos echaban mano de su mala memoria para quedar al margen del todo. El único que en un principio aún conservaba sus dudas ante Bretón era su cuñado José Ortega, pero luego varió su testimonio. 

Las cámaras los perseguían y esperaban a las puertas de sus casas, mientras ellos no querían ser grabados y seguían al detalle las indicaciones que les daba su abogado. A esas alturas eran conscientes de que llevar el apellido  Bretón resultaba una opresora losa. Se tuvieron así que enfrentar a pintadas acusatorias, a los carteles con la imagen de los niños y a los gritos de los ciudadanos que les pedían y  todavía hoy les piden que no encubran al que supuestamente está detrás de todo.  

Mientras, Bretón pasaba los meses en la cárcel. Para él es insoportable estar vigilado las 24 horas con presos sombra. El juez había decidido que estuviese en régimen de vigilancia antisuicidio. Aún así llegó a autolesionarse empleando una cuchilla de afeitar y propinándose algunos cortes superficiales en una muñeca y otro más profundo en el hombro. Su abogado dijo que todo era el resultado del estado anímico en el que se encontraba. Los que conviven con él en prisión sugirieron sin embargo que era tan sólo una táctica para llamar la atención. 

Los meses pasaban y nada conducía hasta el paradero de los niños. La familia materna lanzaba mensajes para que Ruth y José no cayesen en el olvido. Eran sabedores de que la aparición en los medios resultaba esencial para conseguir que se esclareciese todo. Del mismo modo, el juez no tiró la toalla. Tenía claro que la finca de Las Quemadillas era la pieza clave para ordenar aquel insondable rompecabezas. Y así decidió, a finales de la primavera de 2012, volver a poner literalmente patas arriba una vez más la parcela de los abuelos. No dudó en llevar a la madre de los pequeños. Ella había convivido junto a su marido allí y era la persona idónea para detectar posibles cambios que arrojasen algo de luz en un caso sumergido en tinieblas. Durante su visita los objetivos de las cámaras captaron a Ruth asomándose por el balcón de la segunda planta y señalando hacia la zona en la que José Bretón hizo la hoguera el pasado 8 de octubre. Ella percibió cosas extrañas en ese punto. Estaba convencida de que él había asesinado a sus hijos.

No fue hasta el 26 de agosto cuando finalmente el caso dio un giro crucial. A medianoche se extendió el rumor de que un forense, por petición expresa de la acusación particular, había concluido que los restos hallados desde al principio en la hoguera no eran de animales sino de humanos. La conmoción ante la posibilidad de un crimen tan brutal corrió como la pólvora por las redacciones.

Empezó a sonar el nombre de Francisco Etxeberria, un antropólogo forense que a lo largo de su carrera ha participado como perito judicial en muchos procesos judiciales, dentro y fuera de España, incluyendo asuntos de torturas,  como el de Lasa y Zabala. En su informe detalló sin ninguna duda que los huesos pertenecían a dos niños y no a roedores como se pensó en un principio. Los cuerpos habían sido expuestos a temperaturas de hasta 800 grados en un horno crematorio construido con una placa de hierro. 

Todas las miradas apuntaron entonces a la perito autora del primer informe. ¿Cómo una experta puede cometer un error de tal calibre? Antes de que pasasen 24 horas desde que explotase la noticia, el ministro de Justicia, Jorge Fernández Díaz, citó a los medios para dar las explicaciones oportunas. Con rotundidad admitió que existían dos informes: el de Etxeberria y otro del antropólogo José María Bermúdez de Castro, que coinciden casi al 100%. Sus conclusiones respaldan la tesis del origen humano de los restos y, más aún, establecen que "corresponden a un niño de 6,22 años". Los mismos que la pequeña Ruth. Ahora sólo quedaba un último documento oficial, el que emitió día después el Instituto Nacional de Toxicología para confirmar que los restos son sin género de duda de origen humano. La Policía volvió a Las Quemadillas para recoger nuevas muestras ante la mirada impasible de José Bretón. Ni la contundencia de los informes ni las pintadas en las que se puede leer asesino a las puertas de la finca consiguieron mover ni una sola coma de su versión.  Finalmente quedó demostrado que la perito de la Policía Nacional erró en sus conclusiones, tal y como reconoció hace apenas unos días ante Rodríguez Lainz. José Bretón está imputado por dos delitos de asesinato con alevosía y con  la agravantes de parentesco. 

La familia materna se muestra hoy, un año después de la desaparición, sumida en su dolor ante el final más macabro de los que se podía pensar. La abogada de Ruth, Reposo Carrero, quien en todo momento se ha mostrado esquiva con algunos medios de comunicación, pide a menudo que todo se agilice lo máximo posible. Para los familiares lo más importante es dar sepultura a los restos hallados en la finca, que en estos momentos se encuentran en un conocido laboratorio de Santiago de Compostela con el único fin de conseguir extraer una muestra de ADN que confirme que pertenecen a los pequeños. Esta tarea, según aseguran los expertos, es casi imposible, aunque con los indicios que existen José Bretón puede ser  juzgado como el supuesto asesino de sus hijos.

El juicio, tal y como marca la ley, será con jurado popular. El proceso de selección de las personas que lo compongan no será nada fácil, ya que... ¿quién no ha podido formular ya su propio juicio con las informaciones que día a día han salido en todos los medios de comunicación? El juez ya ha dejado claro sin embargo que se hará por esta vía. 

La familia materna ahora sólo se aferra a su fe. Ruth Ortiz se muestra convencida de que sus pequeños están junto a Dios y junto a su abuelo Sebastián, fallecido hace varios años. Sabe que tarde o temprano se reencontrará con ellos en el cielo donde sus dos niños, sus dos ángeles, la esperarán jugando con las nubes de algodón. 

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