Elogio de las primarias
El Campo de la Verdad
El PSOE de aquí parece avergonzarse de las elecciones internas que instauró para designar candidatos cuando es un síntoma de modernidad y democracia · Juan Pablo Durán hubiese ganado igual a Blanco con una votación competitiva, aunque hubiera terminado el proceso con más lustre y proyección
EXISTE una corriente de pensamiento entre los políticos según la cual las primarias socialistas inauguradas en su día por Almunia y Borrell sólo fueron una enajenación mental transitoria. Defienden esta tesis dirigentes más que afiliados, personas que suelen pisar moqueta y usar coche oficial, a los que le gusta tener todo atado y bien atado. Se equivocan. Los métodos democráticos de elección de cabezas de lista -obviamente cuando existe más de un aspirante y cuando no se tiene un cargo público que revalidar- constituyen uno de los avances más relevantes de la política española de los últimos años.
Copiadas de Estados Unidos, donde se celebran con normalidad entre democrátas y republicanos, su realización implica una enorme plataforma de difusión para los candidatos poco conocidos. Un tal Obama lo demuestra. Aquí, el PSOE parece avergonzarse de haber abierto brecha justo cuando debería sentirse orgulloso de ello porque, de hecho, cumple escrupulosamente con la ley orgánica de partidos políticos, que señala dos principios fundamentales en los usos y costumbres obligatorios dentro de las organizaciones: que todo afiliado sea elector y elegible así como que el funcionamiento interno de los partidos tiene que ser escrupulosamente democrático.
Debe sentirse orgulloso, en fin, frente a otras formas de elección de candidatos, como la del PP. Los populares jamás han entendido que determinadas decisiones deban contar con el refrendo de una afiliación activa, informada y participativa. La política de clanes, primero, y el presidencialismo que rozaba el ridículo en la época de Aznar -con el famoso cuaderno de tapas azules al que encomendaba sus secretos- han acabado, curiosamente, con que existen los mismos problemas de discrepancia interna que se intentan evitar a base de ordeno y mando cuando las cosas vienen mal dadas. El PP está abocado, antes o después, a considerar a sus afiliados como personas lo suficientemente lúcidas e inteligentes como para saber elegir lo mejor para la organización que soportan con sus cuotas, en vez de meras cabecitas, la claque de los mítines.
Los socialistas cordobeses aseguran que la elección de su candidato a las municipales ha sido democrática puesto que se ha realizado conforme a unas normas aprobadas por órganos elegidos en una votación libre. El problema sustancial es que no ha existido una competencia entre dos opciones legítimas, presentada a sus afiliados en igualdad de condiciones y producto del recuento de votos tan vinculantes como secretos. Son cosas distintas que la designación sea estaturiamente adecuada con que responda a un estándar mínimamente solvente de lo que hoy se entiende por igualdad de oportunidades.
Resumiendo, las asambleas de distrito han elegido entre una sola opción entre la que podían votar que sí o abstenerse, puesto que ni siquiera era posible la alternativa no. En esas circunstancias, el 87% de apoyo quedará estupendamente en los titulares de la mañana pero no responde, ni de lejos, a una elección competitiva.
Cualquier persona informada sabe que Juan Pablo Durán hubiese ganado de todas maneras. El secretario provincial disponía del suficiente refrendo entre las bases como para salir de este proceso con mucho más lustre. La aversión del PSOE andaluz a las primarias en las capitales de provincia -de hecho, pidió a la ejecutiva federal que se les exceptuara de la norma que regula las elecciones internas- ha perjudicado más que beneficiado a la persona que defenderá sus opciones en Córdoba, que ahora está respondiendo de la baja participación en las asambleas (en torno a una cuarta parte de la militancia) donde recibió un apoyo próximo a la unanimidad.
Existe una repulsión generalizada en la clase política española a someterse al veredicto de las papeletas. Tres décadas de democracia no han servido para actualizar una serie de rémoras, como la de pensar que el ciudadano es ese caballero (o señora) que se acerca a votar cada cuatro años y al que luego se pierde de vista. Se sigue con partidos fuertemente oligárquicos que cada vez pintan menos entre la sociedad que los financia. A efectos electorales, se mantienen listas cerradas y bloqueadas, salvo en el caso del Senado. Ni tan siquiera en las municipales se permite la elección directa del alcalde, que todavía es escogido formalmente por el Pleno, dando lugar a los polémicos acuerdos de minorías que desplazan a la lista más votada. Ningún partido ha querido sinceramente cambiar ese dislate -y todos ellos han podido- porque les merece la pena que exista un enorme distancia con quien paga, aunque luego se pregunten, de forma absolutamente hipócrita, por qué crece el desencanto y qué se ha hecho mal.
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