'Bailaora' en Santa Marina y en cuatro continentes
Cordobeses en la historia
Concha Calero Cantero llevaba el baile en el corazón, empezó a formarse en él en la clandestinidad, triunfó con luz propia y creó la mejor escuela contemporánea de Córdoba
A principios de la década de los cincuenta, Amadeo Ruiz Olmo daba los últimos toques al custodio del Puente de San Rafael, a punto de concluirse. La Hermandad de la Virgen de la Cabeza nombraba a Carmencita Martínez-Bordíu camarera de honor y Juanita Reina triunfaba con Lola, la Piconera. El folclore andaluz se había adueñado del cine, de la escena y de los teatros ambulantes, convertido en la insignia de un país tocado con sombrero cordobés y ataviado con volantes.
Habían pasado los años del hambre y las muchachas de Córdoba, incluso humildes, podían lucir trajes de gitana, pagados a plazos en los almacenes Martín Moreno de la Espartería o cosidos bajo la bombilla de 25 vatios de una cocina-comedor. Llevaban grandes volantes de lunares rojos o blancos y pasaban de unas a otras en Santo Domingo, Linares o la Feria de la Salud y, en las fiestas de los patios de vecinos, los aireaban del alcanfor, para rendirle culto al flamenco espontáneo y puro. Concha Calero Cantero nació escuchando esos sones y entre esos colores en una casa de la calle Cárcamo el 18 de febrero de 1952.
La familia se trasladó pronto al número 3 de la calle Espejo, también en Santa Marina. En el barrio de donde se siente y del que nunca se alejó tuvo su padre, el villaviciosano Antonio Calero Torres, una tienda de comestibles, mientras su mujer, Celia Cantero Carretero, atendía la casa y a los cuatro hijos.
La tercera de ellos, Concha, adoraba el baile y el padre, respondiendo a la mentalidad de la época, detestaba tener una hija artista. Celia, que veía el desatino de la niña y sabía de sus sólidos valores, le buscaba las vueltas al marido para que pudiera zapatear más allá de las lindes del patio de Santa Marina, donde reinaba ya con luz propia. La madre le buscó su primera escuela, a escondidas de Antonio y a los 7 años, y empezó a aprender con el maestro Fragero. Con esa misma edad, comenzó subir a los escenarios del Duque de Rivas y el Gran Teatro, entonando como nadie y, entre otras la copla Mi jaca, que popularizara Estrellita Castro.
A principios de los años sesenta comenzó a participar en los espectáculos de Educación y Descanso, todavía con Antonio Gavilán como compañero de baile, el chiquillo vecino de su calle con quien compartía vocación. Con él creó sus primeras coreografías y siguió llamando la atención del mundillo flamenco que tenía en el Zoco de la Judería a sus máximos representantes. Antes de cumplir los 15 años, subía a aquel tablao, sustituyendo esporádicamente a otras bailaoras fijas. Allí coincidía con el hoy maestro de maestros Rafael Merengue, 8 años mayor que ella. El guitarrista, premiado ya en Jerez, curtido en giras con los grandes y a punto de alzarse con el primer premio en Córdoba todavía la miraba como a la chiquilla de Antonio Calero que iba con el padre al kiosco San Rafael, que regentaban los suyos. Pero, sobre aquel escenario, sí se fijaron en ella el maestro Juan Morilla, Dolores Abril y Juanito Valderrama. Entre todos, lograron vencer la resistencia del padre y las barreras legales de aquel tiempo, para llevarse a la niña a Madrid, tutelada por ellos. Tras dos intensos meses de formación, embarcaron rumbo a Oriente Medio. Concha cumplió los 16 años en la travesía. Volvió con 18 y dos de sus grandes ilusiones cumplidas: el triunfo como bailaora profesional y los ahorros suficientes para regalarle a sus padres un piso en la calle Sagunto. Después de otra larga gira, ahora por Europa, regresó al Zoco, ya como solista y convertida en la excepcional mujer que es, personal y profesionalmente. Allí volvió a encontrarse con Rafael Merengue, con quien se casó el 5 de diciembre de 1971. Juntos firmaron un contrato para Haití que cancelaron al año para regresar a Córdoba, donde abren la primera academia de baile y guitarra en la calle Previsión.
En 1975, contratada por el Ballet Nacional, inicia una serie de giras por España, Bélgica, Holanda, Francia, el Magreb y Brasil, alternando las actuaciones con la labor docente en la academia, trasladada ya a su barrio de Santa Marina, el puerto adonde sigue arribando y del que zarpa para ir cumpliendo con la larga lista de actuaciones que conforman su brillante trayectoria profesional, reconocida, entre otros, con el I Premio de Baile del Concurso Nacional de Arte Flamenco en 1983. Bajo su dirección, los alumnos de la academia, germen de los mejores bailaores y bailoras de la Córdoba contemporánea, han cosechado igualmente innumerables premios, tanto institucionales como de medios de comunicación.
En el 2006 sus hijas, Mª Ángeles y Desireé (también con Premio Nacional en su haber), eran ya depositarias del legado de Concha Calero. Fue el año en que la bailaora decidió guardar los pocos trajes y batas de cola que su corazón -tan grande como su arte- no fue regalando. Se recluyó en su otra pasión, la enseñanza, y ahora tan sólo sus amigos, que son muchos, y su gente, tienen el privilegio de verla bordar el flamenco con filigrana cordobesa. Única.
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