Ana María de Soto y el coraje de la primera sargento mayor del Ejército
MUJERES SINGULARES de córdoba
Peripecia vital. Nacida en Aguilar, se hizo pasar por un hombre para poder enrolarse en la Marina, donde participó en varias batallas a bordo de las fragatas 'Mercedes' y 'Matilde'.
EL 26 de julio de 1793, Ana María de Soto, de 16 años, campesina natural de Aguilar de la Frontera donde sus padres regentaban un horno de pan, se hizo pasar por un chico para alistarse en los Batallones de Marina, nombre que recibía entonces la Infantería de Marina. Nacida alrededor de 1777 y sin que se sepa muy bien por qué, quizás atraída "por el vistoso uniforme de algún infante de marina que se presentó en su pueblo", o por las ganas de ver mundo, convertida en Antonio María decidió alistarse. Ingresó en la sexta Compañía del 11 Batallón de Marina y pasó desapercibida durante los cinco meses de instrucción que recibió. Ser infante de Marina en el siglo XVIII no era un paseo por el mar. En condiciones precarias y de hacinamiento en las fragatas, debió ser difícil pasar inadvertida.
Durante las Guerras Revolucionarias Francesas, en 1794 subió a bordo de la Mercedes, una fragata provista de 34 cañones que puso rumbo a las costas mediterráneas para hacer frente a los franceses en Rosas, que acababan de hacerse con la población de Figueras sin haber encontrado apenas resistencia. Sí, la misma fragata Mercedes que se hundió con 500.000 monedas de oro y plata y que fueron rescatadas por la empresa cazatesoros estadounidense Odysse en el Golfo de Cádiz, un tesoro que la firma devolvió a España en 2012 tras numerosos fallos judiciales en Estados Unidos.
Aquella defensa de Rosas fue la primera presencia bélica de Ana María de Soto, sin todavía haber llegado a la edad adulta. Más tarde estuvo en el ataque a Bañuls y Aljama. Participó durante cinco años en el conflicto protagonizado por los ejércitos ingleses y franceses. España se había posicionado del lado francés por el Tratado de San Ildefonso de La Granja de 1796 para frenar el poderío marítimo de Gran Bretaña, que se había convertido en aquel momento en el gran enemigo de Francia.
Tras Rosas, 27 navíos españoles pusieron rumbo desde la ciudad de Cartagena, comandados por José de Córdoba y Ramos, hacia la batalla naval del cabo San Vicente (1797). Su barco era uno de los que escoltaba al Santísima Trinidad, uno de los buques de guerra más grande del mundo en aquellos tiempos. Más tarde, en el sur de la Península, donde formó parte en las lanchas cañoneras de la defensa de la ciudad de Cádiz, amenazada por las fragatas inglesas del almirante John Jervis.
Esta cordobesa singular donde las haya sirvió un año más, ya en tiempo de paz, a bordo de la Matilde, que también había participado en la Batalla del Cabo San Vicente. Pero unas fiebres altísimas la enfermaron, por lo que tuvo que hacerse un concienzudo examen médico para determinar la causa. De este modo se descubrió, inevitablemente, su condición de mujer y tuvo que reconocer que su verdadero nombre era Ana María de Soto y no Antonio María, el 7 de julio de 1798.
Con licencia absoluta, el 1 de agosto de 1798 fue obligada a desembarcar en el puerto más cercano, "en medio de la admiración y respeto de quienes la habían tratado en sus más de cinco años de servicio en la Armada", y su historia fue escrita a Palacio para determinar el castigo por aquella conducta poco propia para una mujer de la época. Pero muy lejos del castigo, se reconoció su coraje y su valía. Y en atención a la heroicidad demostrada y a su acrisolada conducta, el 24 de julio de 1798, el propio monarca Carlos IV le otorgó por Decreto Real el rango de sargento mayor y una pensión vitalicia de dos reales de vellón, "para que pueda atender a sus padres". Se le concedió la licencia absoluta el 1 de agosto de 1798.
En un documento firmado el 4 de diciembre de 1798, se dice que enterado "SM de la heroicidad de esta mujer, la acrisolada conducta y singulares costumbres con que se ha comportado durante el tiempo de sus apreciables servicios, ha venido en concederle dos reales de vellón por vía de pensión, y al mismo tiempo, que en los trajes propios de su sexo pueda usar los colores del uniforme de marina como distintivo militar". Ana María de Soto abandonó su carrera militar y regentó un estanco en Montilla hacia 1809. En plena guerra de la Independencia le rebajaron la pensión y bajo la regencia de Fernando VII se le arrebató esta licencia de una manera injusta.
Y es que este país suele pagar así muchas veces a sus héroes. Esta aventura es recordada como "un caso insólito en la historia de nuestros Ejércitos", según escribe Gonzalo Parente Rodríguez en Una mujer en la Infantería de Marina del XVIII, una de las pocas valientes que decidió ostentar un papel que hasta entonces estaba relegado a la figura masculina.
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