El reino | Crítica

Simpatía por el corrupto

El reino pasa por ser una película valiente, una denuncia de la corrupción generalizada de la clase política y empresarial española, pegada muy de cerca a la crónica periodística y a los más conocidos casos y escándalos recientes, de la Gürtel a los ERE. Si me apuran, aspira a ser una impugnación del sistema en su totalidad, del que los medios y grupos de comunicación tampoco se libran en su complicidad y responsabilidad compartida.

Rodrigo Sorogoyen e Isabel Peña han escrito un guion y unos personajes bajo los que no es difícil, por momentos incluso obvio, reconocer a algunas personalidades reales, de Bárcenas al ‘Bigotes’, de Barberá a Camps, de Villalobos (en versión Wagener) a Pastor. Sin embargo, como casi siempre en nuestro cine, no hay aquí rastro de siglas de partidos, empresas, nombres y apellidos, ni datos concretos, lo que sitúa al filme en un (¿voluntario?, ¿pudoroso?, ¿cobarde?) terreno de abstracción política que bien podría equipararse al de cualquier otro ámbito geográfico. La corrupción española se enjuaga así en unos patrones universales a pesar de que podamos sentir una familiaridad con todos sus elementos.

El formato elegido también busca esa forma efectiva, neutra y a la postre poco problemática: se trata aquí de emular el estilo enérgico y brioso de un Michael Mann (en sus peores momentos, de un Gaspar Noé descalabrado), de repetir ese pulso frenético de la cámara móvil y física pegada a los cuerpos que tan buenos resultados cosechara en Que Dios nos perdone.  

El reino es, por tanto, un thriller de contenido político, que no así una película política. Un thriller que, además, adopta una indisimulada simpatía por su protagonista (un político en plena caída libre que se aferra como un animal herido a sus últimas bazas de supervivencia), hasta el punto de situar al espectador en una encrucijada de identificación que, accidentes y giros inverosímiles por medio (especialmente en su último cuarto), lo convierten en cómplice de su huida desesperada por salvar el cuello que tiene como objetivo tirar de la manta y señalar a los responsables que están por encima.

La música electrónica y rítmica empuja siempre el film hacia adelante, los intérpretes ejecutan coralmente un mismo tono naturalista al borde del exceso, las cualidades visuales son tan apabullantes que no hay tiempo para el descanso. Con todo, El reino se desvía astutamente de su núcleo de impugnación político-social (esa escena en el bar de la playa) para precipitarse por la montaña rusa de sensaciones del cine de acción, caiga quien caiga y como caiga, a ser posible boca abajo.

A los postres, las lecciones cruzadas de ética periodística, honestidad y moralidad lanzadas a la cara del espectador por Bárbara Lennie y Antonio de la Torre se nos antojan un lavado de cara y una síntesis innecesaria, cuando no directamente un pequeño ejercicio de cinismo. Ante todo, el espectáculo debe continuar.