Transición maldita

Malasaña 32 | Crítica

Una imagen de 'Malasaña 32', de Albert Pintó.
Una imagen de 'Malasaña 32', de Albert Pintó.
Manuel J. Lombardo

18 de enero 2020 - 06:00

Ficha

** 'Malasaña 32'. Terror, España, 2020, 103 min. Dirección: Albert Pintó. Guion: Ramón Campos, Gema R. Neira, Salvador S. Molina, David Orea. Fotografía: Daniel Sosa. Música: Frank Montasell, Lucas Peire. Intérpretes: Begoña Vargas, Iván Marcos, Bea Segura, Sergio Castellanos, José Luis de Madariaga, Iván Renedo, Rosa Álvarez, Concha Velasco.

Se inscribe esta Malasaña 32 en una cierta tradición del cine español que toma prestados viejos asuntos como el éxodo del ámbito rural a la ciudad (he pensado en Surcos), también el bloque de pisos del barrio popular como ecosistema arquitectónico y social (La Comunidad, REC, Musarañas, Verónica), para efectuar sobre esos elementos una superposición de los esquemas globalizados del cine de terror cargado de clichés y lugares comunes como la posesión sobrenatural y la imposibilidad de escapar del destino (y la secuela).

Estamos, por tanto, ante una operación posmoderna que hace de los valores de producción, fotografía y dirección de arte sus principales avales y de sus situaciones, estereotipos y desarrollo narrativo sus principales escollos para que su propuesta de género funcione con cierta solidez sobre unas bases más o menos castizas.

En plena Transición (aunque sin contexto alguno, total, para qué), una familia estigmatizada llega del pueblo a un piso en el centro de Madrid en el que, cómo no, ocurrió una trágica y misteriosa desgracia años atrás. Delimitado el territorio para el juego siniestro, Albert Pintó, director de la mucho más interesante y original Matar a Dios, no desaprovecha ni un minuto para desplegar su arsenal de efectos-miedo de segunda mano recreados desde una banda sonora ruidosa y atronadora y los umbrales, espejos o espacios en sombra siempre dispuestos para la súbita aparición de la figura maligna, recursos que dejan de funcionar por acumulación y que desembocan, por obra y gracia de un guion caprichoso cuando no ridículo, en un exorcismo civil en el que Concha Velasco y su hija discapacitada sacan a la luz lo que se nos ha venido anunciando con megáfono desde el primer minuto.

Hay además en esta operación industrial tan vistosa como fallida un elemento especial e involuntariamente perturbador: en mitad del asedio espectral y con un niño desaparecido, nuestra abnegada familia obrera no dejará de ir a trabajar para seguir pagando la hipoteca y los recibos, auténtico chiste macabro de un filme que parece empeñado en sabotearse a sí mismo después de lograr una satisfactoria atmósfera de terror.

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