Secaderos | Crítica

Memoria y fantasía reconciliadas

Una imagen del filme de Rocío Mesa.

Una imagen del filme de Rocío Mesa.

El primer largo de ficción de la granadina Rocío Mesa (Orensanz) se suma a esa corriente emergente del nuevo cine español enunciado en femenino que pone un pie en el terruño autobiográfico y otro en el diseño de ciertos modos globalizados salidos de los laboratorios de los festivales de cine independiente.

Secaderos propone también una valiente incursión en el territorio y la iconografía del fantástico y cierta fuga experimental y psicodélica en su tramo final, lo que da como resultado un filme ambicioso, poliédrico y delicado, una fábula transversal hecha de retazos que reconstruyen uno de esos veranos de iniciación y catarsis generacional donde una niña y una adolescente recorren sus particulares caminos de ida y vuelta entre el descubrimiento de lo mágico y el desencanto en el hermoso paisaje mutante de la Vega de Granada y sus últimos secaderos de tabaco familiares.

Mesa compone su particular puzle impresionista dando protagonismo a esa criatura mágica salida de un encuentro entre Miyazaki y Sendak que hace de médium y simboliza el inevitable ocaso de un tiempo de inocencia y aventuras infantiles que ha dado paso a la crisis, la especulación y los peajes de la vida adulta. En búsqueda de una reconciliación con las historias y leyendas locales, entre la memoria personal y la herencia cinéfila, la película funciona mejor en lo susurrado que en lo enunciado o lo metafórico, y asume con éxito a los intérpretes naturales, su habla y su acento como marcas de identidad para un sugerente cuento sobre las raíces, las renuncias, las despedidas y los sueños.