Robot dreams | Crítica

Recuerdos de una amistad imaginada

Una imagen del filme de animación de Pablo Berger.

Una imagen del filme de animación de Pablo Berger.

Cuatro largos muy distintos entre sí (Torremolinos 73, Blancanieves, Abracadabra y este) avalan a Pablo Berger como un curioso y excéntrico francotirador de nuestro cine industrial capaz de mirar a la tradición desde una perspectiva universal o en las formas cambiantes y posmodernas de una memoria cinéfila tan personal como reconocible.

Su último e indiscutible logro parte de la novela gráfica de Sara Varon para trabajar la animación bidimensional y muda con un cuidado por el diseño, la composición y el detalle que hace de cada plano o cada gesto de montaje un auténtico festín no sólo de emociones plásticas, figurativas y cromáticas, sino de referencias, guiños y homenajes (de Keaton a El mago de Oz, entre los más explícitos, pero hay decenas más) que convierten su historia de una amistad descompasada entre un perro y un robot en uno de esos relatos tiernos que saben sortear con astucia todos los posibles peligros de lo empalagoso hasta su falso happy end al son de la popular September de Earth, Wind and Fire que vinculará para siempre en el recuerdo y el sueño (¡menudos sueños!) a sus protagonistas.

Berger modula todos los grados de la melancolía y la tristeza con un contagioso optimismo que se adhiere a esa Nueva York de los ochenta reimaginada en su riqueza multicultural, en sus edificios, calles, parques, playas, tiendas y apartamentos, en sus marcas, sonidos y sus músicas arregladas por Vilallonga. La ciudad es también la gran protagonista de esta historia de un encuentro, una separación y una emancipación liberadora donde las fronteras de lo animal, lo humano y lo mecánico se disuelven en una celebración de la vida entre viñetas y episodios de emocionante belleza animada.