Mentes maravillosas | Crítica

El enterrador y el filósofo

Alexandre Jollien y Bernard Campan en una imagen del filme.

Alexandre Jollien y Bernard Campan en una imagen del filme.

Hay niveles y niveles dentro de la categoría de feel-good movie, y Mentes maravillosas juega en el medio-alto. Su abordaje de la discapacidad, la inclusión, la amistad entre pares aparentemente imposibles, su acercamiento a la muerte y a la Filosofía, esquivan muchos de los obstáculos, tópicos y estereotipos, no digamos ya el fatídico tono cómico, que suelen acompañar a este tipo de cintas tan bienintencionadas como escasamente realistas o directamente bochornosas.

Concebida como una clásica road movie, la cinta reúne en las carreteras franco-suizas a un enterrador entregado a su trabajo (Bernard Campan, a la sazón director de la cinta) y a un treintañero con parálisis cerebral (Alexandre Jollien, haciendo de él mismo) con ganas de aventura lejos de la vigilancia materna. Por el camino, nuevos personajes se subirán también al coche funerario o entrarán en las habitaciones compartidas: material altamente inflamable que, gracias al guion, al tono y al (auto)retrato de dos personajes que se antojan creíbles en su virtudes y defectos, de la cita socrática siempre a punto a los arrebatos de mala leche, se convierte en un ameno, luminoso y cálido viaje sobre la superación de los prejuicios y la normalización de la diferencia.

Que las formas que acompañan y dirigen este cuento contemporáneo fueran algo menos convencionales sería ya tal vez demasiado pedir a una película de pequeñas e inesperadas conquistas sobre los insondables caminos de la amistad, la aceptación de la muerte y la superación del duelo, la praxis de la verdadera Filosofía como ejercicio de autoayuda y, puestos a celebrar la vida por todo lo alto, sobre el sexo como terapia de descongestión.