Los osos no existen | Crítica

Panahi en el trampantojo iraní

Una imagen de 'Los osos no existen', del iraní Jafar Panahi.

Una imagen de 'Los osos no existen', del iraní Jafar Panahi.

Llega a los cines este nuevo filme de Jafar Panahi cuando el gran cineasta iraní ha podido al fin salir de su país después de una larga década de cárcel, arresto domiciliario y prohibiciones de hacer cine de manera oficial. Un periodo duro y difícil por otro lado muy bien aprovechado y canalizado hacia un cine que, como en Esto no es una película o la más reciente Tres caras, ha explorado el confinamiento, la clandestinidad y la falta de libertad como marco del que extraer nuevas formas discursivas que coquetean con la auto-ficción y los propios límites de movimiento del discípulo aventajado de Kiarostami que un día ganara el León de Oro en Venecia (El círculo) y dirigiera títulos fundamentales como El globo blanco o El espejo

En Los osos no existen, cuyo título apunta directamente a esa idea de creer o no creer que articula el núcleo del filme, el propio Panahi vuelve a ponerse en el centro de un curioso dispositivo donde su retiro en una pequeña aldea fronteriza con Turquía activa varios relatos que se entrecruzan, relevan y espejean entre sí: por un lado, un filme rodado a distancia protagonizado por una pareja que planea exiliarse con pasaportes falsos y cuyo desenlace se escapa de todo control; por otro, el del propio cineasta tentado por la posibilidad de huir del país (tema que abordó también su hijo Panah en la reciente y estupenda Hit de road), y sometido al paulatino escrutinio y recelo de los lugareños después de que una posible fotografía hecha de manera azarosa pudiera revelar un romance prohibido entre dos jóvenes del pueblo según las tradiciones y supersticiones locales.

Los relatos se superponen y un cierto sentido de la conspiración y la persecución se van adueñando del tono cada vez más sombrío de la película, que trasciende el naturalismo para ir abriéndose a las metáforas (a veces algo obvias) sobre la deriva moral y religiosa de la sociedad iraní, la propia situación del cineasta (con un juicio de por medio) y, como siempre en Panahi, los elementos y herramientas del cine para construir y desvelar su propia naturaleza como mecanismo de representación y trampantojo de lo real, al tiempo en que la mera existencia de una imagen (nunca vista ni mostrada) puede convertirse en el disparadero del destino trágico de sus protagonistas.