El chico y la garza | Crítica

La aventura infinita

Una imagen de 'El chico y la garza', de Hayao Miyazaki.

Una imagen de 'El chico y la garza', de Hayao Miyazaki.

El plena transformación empresarial del estudio Ghibli, una década después de El viento se levanta y con el anuncio de que tal vez esta pudiera ser la última película del maestro Miyazaki, nos acercamos con mucha expectación a este Chico y la garza, personal adaptación de una novela de Genzaburô Yoshino publicada en 1937 y convertida en manga en 2017, y lo hacemos con la devoción habitual, mayor aun si cabe ahora que tenemos con quien compartir estas películas en casa, para redescubrirlas una y otra vez con unos ojos prestados que, en su asombro, su temor o su sonrisa, querríamos nuestros por primera vez.

Pero El chico y la garza no es exactamente una película para niños, no al menos para niños demasiado pequeños. Su arranque en plena Segunda Guerra Mundial nos remite a la bomba atómica, a la Tumba de las luciérnagas de Takahata y al incomparable desgarro por la muerte de una madre abrasada por las llamas. Desde ahí, trasladados ya al ámbito rural y secuencia a secuencia, espacio a espacio, desplazamiento a desplazamiento, detalle a detalle, la película se propone como una modulación y una variación (casi) infinita por las formas y paisajes del duelo, asunto nodal de una filmografía que ha sabido transitar siempre entre lo real y lo fantástico como suerte de expiación y redención del alma inocente del niño desconcertado pero valiente, de Totoro a Chihiro.

Y así, al compás descriptivo de la hermosa música de Joe Hisaishi y la elocuencia de un imaginario mutante, unos trazos y una paleta reconocibles pero siempre sorprendentes, El chico y la garza atraviesa umbrales, fronteras, dimensiones y tiempos en busca de respuestas a ese misterio insondable que es la muerte, ese desamparo que es la orfandad y a esa necesidad de reiniciar la vida habiendo pasado por la experiencia traumática del dolor y el conocimiento.

Un viaje guiado por una estilizada garza real que deviene medio humana, poblado de aves multicolor, ancianas protectoras y fumadoras, tíos-abuelos todopoderosos, monolitos suspendidos, entrañables kamis flotantes, aliadas navegantes y niñas-madre por el que nuestro joven Mahito se abrirá paso, también entre figuras grotescas e imágenes de lo siniestro, fortificaciones extraterrestres y un arco y una flecha tallados a mano como única arma para luchar contra el destino escrito en la sangre y restablecer la armonía del universo. Una maravilla tras otra que no querríamos que acabara nunca. Tal vez precisamente por eso, cuando se suceden demasiado rápido o acaban de manera algo abrupta y precipitada, este (pen)último filme de Miyazaki nos deja también a nosotros levemente huérfanos.