Crónica de un amor efímero | Crítica

Los amantes pasajeros

Sandrine Kiberlain y Vincent Macaigne en una imagen del filme de Mouret.

Sandrine Kiberlain y Vincent Macaigne en una imagen del filme de Mouret.

Aunque tarde, el cine de Emmanuel Mouret empieza a llegar con regularidad a nuestras pantallas, tal vez porque sus últimos títulos (Lady J, Las cosas que decimos, las cosas que hacemos) responden bien a lo que se espera de cierto cine francés de corte sentimental, con un pie en la tradición literaria (Diderot, Molière, Marivaux) y otro en esta contemporaneidad líquida donde aún quedan rincones, caminos, museos y parques para las bellas palabras, las miradas furtivas o los bellos gestos de amor.

En la luminosa y liviana Crónica de un amor efímero encontramos a una pareja adúltera que hace de sus encuentros furtivos y espaciados a lo largo de los meses el trayecto zigzagueante para un enamoramiento a la postre descompensado entre el verdadero deseo, las dudas de la razón y las autoimpuestas reglas del juego. Él (Macaigne, ya estaba en la anterior) está casado y tiene hijos, ella (Kiberlain) soltera y con una hija adolescente. El pacto los conmina a verse esporádicamente, a tener sexo a escondidas (también nuestras), pero sobre todo a conocerse y hablar (de ellos mismos) como protagonistas (universales) de una relación donde el (nuevo) hombre va asumiendo poco a poco el rol indefenso (quien mencionó a Woody Allen no andaba desencaminado) y la mujer el de la seguridad, la emancipación y el vuelo libre a pesar de las pulsiones latentes entre ambos. Con elegancia y fair play

Mouret traza así un filme de brillo estacional e impresionista entre hermosas músicas de repertorio clásico y una narración cuyos huecos temporales impulsan y condensan cada reencuentro como una secuencia orgánica con su planteamiento, su nudo y su desenlace, a veces en largos y fluidos planos secuencia, otras con pequeños gestos de puesta en escena que revelan el juego cómplice a uno y otro lado de la cámara.