Pablo Antonio Fernández Sánchez

Catedrático de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales de la Universidad de Sevilla

El peligro de la tragedia de Algeciras

El autor alerta de que el ataque yihadista puede poner en riesgo la convivencia entre razas, religiones y etnias

Un ramo de flores y velas recuerdan al sacristán asesinado en la plaza Alta de Algeciras.

Un ramo de flores y velas recuerdan al sacristán asesinado en la plaza Alta de Algeciras. / Erasmo Fenoy

ESTOS días ha sido noticia de primera plana la agresión mortal al sacristán de la iglesia de La Palma de Algeciras, y el intento de agresión mortal al párroco de la iglesia de San Isidro, de la misma localidad. Una vez más, una noticia que visualiza una ciudad sin ley. Una vez más, se inmortaliza el nombre de la ciudad con un hecho calamitoso.

Sin embargo, más allá del argumento para una posible novela de Pérez-Reverte, se convierte en un elemento estructural para una ciudad en la que conviven 127 nacionalidades diferentes y que asume con naturalidad la diversidad, en su más noble sentido.

Yassin Kanja, así parece que se llama el presunto homicida, nacional de Marruecos, era un inmigrante que vivía en un piso ocupado y que contaba con una orden de expulsión, por su situación irregular. El ministro del Interior ha viajado a Algeciras, incluso suspendiendo su agenda en Estocolmo, no tengo muy claro para qué, más allá de la foto. Quizás necesite explicar cómo se justifica la inmigración irregular, la ocupación de una propiedad privada o la inconsistencia de una orden de expulsión sin medidas de aseguramiento, todo ello competencia de su Ministerio.

Mientras tanto, es la ciudad la que sufre, una vez más, las consecuencias de una imagen tan marginal. Y son sus ciudadanos los que tienen que convivir con la desidia de un Estado que no les protege, aunque les cobra generosamente sus impuestos.

Sin embargo, la ciudad de Algeciras, tres veces nacida a lo largo de su historia, ha demostrado con vehemencia que sabe sobreponerse no sólo a sus variadas crisis, sino, incluso, a su doble muerte, aunque espero que resurja también de esta muerte civil a la que está sometida.

Pocas ciudades del Occidente europeo tienen este pedigrí y, sin embargo, quién y qué se sabe de Iulia Traducta, que hasta 2006 permaneció enterrada en pleno casco histórico de la Villa Vieja, la primera ciudad imperial formada con extranjeros mauritanos (¡sí, mauritanos!) que alcanzaron la dignidad de ciudadanos de Roma.

Quién y qué se sabe del porqué de la existencia del Patio de Comares, o de los Arrayanes de la Alhambra de Granada, que se construyó a imagen y semejanza del existente en Algeciras, para honrar su nombre. Quién y qué se sabe de la advocación de la Virgen de Europa, una de las ermitas que el agresor de la noticia intentó herir con su daga, golpeando su puerta, al encontrarla cerrada.

Todo esto, me sirve de justificación para denunciar cómo el nombre de la ciudad se utiliza siempre como fuente recurrente de noticias cuando hablamos de contrabando, de narcotráfico, de inmigración irregular, etc. Es decir, siempre se la sitúa en los bordes del sistema. Ahora, a todo ello se le suma el terrorismo, probablemente yihadista.

Es verdad que no podemos soslayar esas realidades pero, quizás, sí podemos analizar sus causas para comprender que, lejos de la existencia de un loco independiente, puede darse un caldo de cultivo que crece en un entorno que propicia la mala acción.

La pobreza de infraestructuras, en todos los niveles, no es más que uno de los elementos más visibles que impiden el crecimiento armónico de una ciudad de 120.000 habitantes censados.Es verdad que dispone de uno de los puertos más importantes del mundo, pero vive de espaldas a la ciudad.

No hay más que ver sus rejas, sus controles, sus espacios cerrados, su olvido del litoral. Y no es porque sea deficitario sino todo lo contrario. Un puerto que financia otros puertos de España, sin compensar a los ciudadanos que sufren las consecuencias de sus necesidades portuarias.

Algeciras dispone de una frontera exterior de la UE, de las pocas donde hay espacios para Frontex y para una Comisaría Conjunta Hispano-Marroquí pero que carece de comunicaciones del siglo XXI, ni siquiera con su capital de provincia, cuyas barriadas periféricas y no periféricas son propias de las populosas ciudades de América Latina, sumidas en un pavoroso olvido.

No seré yo quien llame la atención de estas pobrezas estructurales en las que la voluntad política deliberada (que se diseña –¡o no!– en los despachos de Madrid) ha sumido no sólo a Algeciras, sino a todo el Campo de Gibraltar, singularmente a las ciudades de la Bahía en un abandono clamoroso, bien visible, que no se corresponde ni con el nivel de pago de sus habitantes, ni con sus recursos, ni con sus deudas políticas (proximidad a Gibraltar, a Marruecos, al Estrecho).

Gibraltar puede explicar, que no justificar, la desidia de los sucesivos gobiernos y hay muchos ciudadanos, hartos de esperar, que denuncian, sin eco, el olvido estructural.

En Algeciras no sólo hay hombres y mujeres de talla nacional, incluso universal, no sólo hay agitadores culturales de todas las artes sino personas sencillas que quieren vivir en paz en sus calles y plazas. La Comisión Islámica de España ya ha expresado su pésame y su repulsa ante los hechos acaecidos, esperando que “no perturbe la paz social”, un bien tan preciado como vulnerable.

La agresión presuntamente llevada a cabo por la persona acusada estos días de la muerte violenta del sacristán de la iglesia de La Palma y del mismo intento al párroco de San Isidro, puede poner en peligro la convivencia lograda con mucha paciencia, en todas las zonas de la ciudad, de plena armonía entre distintas razas, religiones, etnias. Todo ello se pone en peligro si nuestros ciudadanos se refugian en el discurso del odio. Frente a ello, sólo cabe formación, cultura, concienciación… Y para esto tiene que haber acompañamiento del Estado y de las instituciones que ejerzan competencias en su nombre. Nos jugamos la paz social.

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