Tribuna

Salvador Gutiérrez Solís

@gutisolis

La pobreza invisible

La pobreza invisible La pobreza invisible

La pobreza invisible

Quisimos que el verano se fuera para siempre, para no volver nunca jamás, y que llegara cuanto antes el invierno, este invierno. A estas alturas ya damos por hecho que el otoño es una estación que se aprende en los colegios, una estampa de postal melancólica, una metáfora y poco más, ya que climáticamente dejó de ser. Desde que recuerdo he detestado el invierno, y lo sigo detestando. Y tengo la impresión de que en los últimos años, en estos años de vacas flacas, cristales rotos, deudas por pagar y miseria a esportones, lo detesto, lo odio, más si cabe. Estos tiempos feos e insanos han fabricado un interminable catálogo de términos con apariencia seudotécnica, pero que albergan en sus interiores realidades tan ingratas como injustas. Uno de esos términos, y que han contribuido a cincelar con más fuerza mi desprecio por el invierno, es el de pobreza energética, algo de lo que hablamos, y mucho, en los últimos días. Y es que el termómetro ha bajado considerablemente y llega un momento en el que las mantas y el tintineo de dientes dejan de surtir efecto. Porque hay quien no tiene para poder conectar un brasero a la corriente eléctrica o para comprar una bombona de gas con la que alimentar una estufa. Como hay quien no tiene para una caja de leche o para un trozo de pan. Familias que ya no recuerdan el sabor de la fruta o de la carne. Familias que no pueden pagar la hipoteca de su casa o un alquiler o una noche en una pensión. Está pasando, tal cual. Cada mañana nos cuentan nuevos casos. Ancianos que, como en la Edad Media, han vuelto a vivir entre velas y candiles, que incluso llegan a utilizar como calefacción, acercando sus manos en la oscuridad. No nos cuesta reproducir mentalmente esta escena, dantesca, que creíamos de esos tiempos con olor a naftalina y mañanas de anís seco. Esos tiempos que creíamos olvidados, perdidos para siempre, y que han vuelto, están, son. Esa realidad de la que parece no querer acordarse la macroeconomía y esas cifras fabulosas, que nos señalan las puertas del paraíso.

Y no son casos aislados, hablamos de millones de personas. Más de los que nosotros mismos podamos llegar a imaginar. Porque esta interminable crisis que ya dura más de la cuenta, ha creado un sector poblacional que es tan difícil de detectar y que bien podríamos definir como la pobreza invisible. Conviven entre nosotros, porque a duras penas han conseguido mantener esa vivienda que tanto y tanto trabajo les costó adquirir. Hasta puede que conserven ese automóvil de gama alta que fue la envidia del garaje comunitario cuando entró por primera vez. No lo han vendido porque ya se ha devaluado y no conseguirían gran cosa y, de momento, lo pueden seguir utilizando. Pasan a nuestro lado y no los reconocemos. Ella con ese abrigo que ya acumula demasiados inviernos y que unos cuantos retoques han conseguido que siga estando vigente, él ha aprendido a reparar las suelas de los zapatos. Juntos, cuando nadie los ve, acuden a un reparto de alimentos. Lo trataron de evitar durante mucho tiempo, el pudor les frenaba, pero llegó el momento en el que no les quedó más remedio. Fue muy dura esa primera vez, el encontrarse con otros similares a ellos, incluso externamente. Ese día descubrieron que no eran una excepción y que la pobreza invisible se había extendido muy rápidamente.

Y luego, dentro de sus casas, se envuelven en mantas frente al televisor o se van pronto a la cama, que el roce de los cuerpos es una calefacción gratuita y agradable. También saben lo que es la pobreza cultural, no recuerdan el último libro o disco que compraron, o la pobreza tecnológica, no se pueden permitir una conexión a Internet o la pobreza nutricional, no comen lo que deberían. Y, desgraciadamente, todas estas pobrezas que se acomodan dentro de la pobreza invisible, la padecen igualmente millones de niños y niñas, sus hijos. Algo que nos debería preocupar muchísimo más de lo que nos preocupa. Es muy duro y cruel convivir con esta realidad, ante en la que en demasiadas ocasiones cerramos los ojos o, peor aún, somos muy crueles, sin detenernos a analizar las situaciones concretas. No comprendemos que este invierno no es igual para todos, y que, incluso, lo sufren quienes nunca deberían: nuestros hijos e hijas. Esos que, mañana, muy pronto, antes de lo que imaginamos, querremos que nos conecten la calefacción cuando ahora los condenamos al frío.

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