Tribuna

Salvador Gutiérrez Solís

Escritor

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No puedo evitar que algo se incendie en mi interior cuando me asomo a las novedades de una librería, ahora que se venden libros con corbatas

Un usuario leyendo un ejemplar en una librería Un usuario leyendo un ejemplar en una librería

Un usuario leyendo un ejemplar en una librería

Todo el mundo, o casi todo el mundo, quiere escribir un libro. A veces pienso que vaya faena nos hicieron a los escritores con esa célebre sentencia que tanto me aburre, la del hijo, el árbol y el libro. Quien la inventó se quedó descansando. Todo el mundo quiere escribir un libro, una novela si es posible, o un ensayo de buen rollo, y el problema es que lo acaban consiguiendo, o al menos publicando, que en ocasiones no es lo mismo. El deportista tripón y retirado, el presentador de informativos varios, los periodistas de medio pelo, el abuelo de las mil batallas, el político descerebrado, el militar en tiempo de paz, el suegro de mi prima, el compañero de instituto, el actor sin papeles dramáticos, el cantante de las mil canciones, el vecino del quinto, todos quieren escribir un libro, una novela si es posible, autobiográfica o no, eso ya se verá después, o un poemario de cinco poemas y dos mil ripios, pero un libro, un libro con su nombre en la portada y en el lomo, que presentar y dedicar. Esas cosas que se hacen con los libros, según cuentan.

Yo no quiero clavar mi bandera, la bandera que sea, en el Everest, ni disputar las 24 horas de Indianápolis, ni nadar entre tiburones -pero qué cosas más raras gustan-, ni correr la maratón de Nueva York, ni la media maratón de Córdoba, ni esculpir una réplica exacta del David, ni presentar un programa de cocina, por mucho que me guste comer, tampoco quiere ser Ministro de Economía, ni tan siquiera secretario de Estado de Hacienda, que eso sí que es mandar, ni hombre del tiempo, nada. Y puede que no me apetezca intentar/conseguir ninguno de los retos citados, y otros mil posibles, porque simple y llanamente no me siento capacitado. Soy consciente de mi realidad, de mi yo, de mis capacidades, y sé que si me sacan de mis cuatro cosas, que en realidad son dos cosas y hasta puede que media, solamente, ya no doy la talla. Hablemos de pudor, de ser capaces de mirarse en el espejo y asumir la realidad.

De verdad, que lo entiendo, porque lo he vivido ya unas cuantas veces, que es muy bonito y emocionante eso de ver un libro con tu nombre en las librerías, alucinante. Y cuando la editorial te envía los primeros ejemplares una intensa descarga eléctrica te recorre todo el cuerpo, de las cejas a las uñas. Como un padre, agarras a tu criatura y te cercioras de que viene con sus dos ojos, sus dos orejas y su nariz. De cuando en cuando se cuela una errata, pero no pasa nada, que eso es culpa del editor, si de verdad hace honor a su nombre. Todo eso es muy bonito, vaya que sí, pero que también debe serlo conquistar el Teide, por poner un ejemplo patrio, y plantar tu bandera o inaugurar una exposición de acuarelas, pues claro, pero yo no sé pintar, nada, ni monigotes. Y no voy a escalar, tampoco intentarlo. Tampoco quiero protagonizar el anuncio de la Lotería de Navidad, y anda que no se ve, pero tela marinera, pues tampoco.

A esta altura de artículo, tengo la impresión de que estoy transmitiendo una sensación de desahogo que sí se corresponde con la realidad, no lo niego, no lo oculto. Hay algo de gremial, de corporativo en todo esto, pues claro que lo hay, no lo oculto, no lo niego, lo confirmo.

No puedo evitar que algo se incendie en mi interior cada vez que me asomo a la mesa de novedades de una librería, ahora que presumiblemente se venden libros con corbatas a juego. Siento el fuego, las llamas, las siento muy dentro. Y es que tengo un problema: me siento escritor. Son ya más de veinte años de renuncias y horas, de correcciones y aprendizaje, de pasión más allá de las modas y de las ocurrencias. Más de veinte años de veneno y dulce esclavitud, de sobrevivir al imperio del NO, a las cartas denegatorias, a las pocas ventas, a las críticas, a la incomprensión, a la página en blanco y al dardo en la nuca. Y en estos más de veinte años, lo poco o lo mucho que he ganado, ha sido gracias a mi esfuerzo. Nada le reprocho, porque me encanta que la Literatura sea exigente, dura, áspera a ratos, que haya filtros, muchos, que premie el talento y el trabajo y expulse al intruso. De la misma manera que la montaña va eliminando los escaladores menos preparados. Y es que todo lo que merece la pena es complicado. Piense en eso. Aún así, de vez en cuando necesito chillar y expulsar lo que me arde dentro, aunque sólo por solidarizarme conmigo mismo y con cuatro más, infectados del mismo virus. Algo queda, dicen. Cafetera y mantra. No me salió el cuento a lo Dickens que tenía previsto. O tal vez sí.

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