DESPUÉS de todos estos años de desvaríos en que nos hemos creído ricos sin serlo, quizá convendría que recordáramos algo elemental: el verdadero capital de un país no lo constituye su PIB ni sus índices macroeconómicos ni todas esas abstracciones monstruosas que vuelven majaretas a los economistas. El verdadero capital de un país, el único que vale, el único que le permite salir de una crisis gravísima, es el que forman miles y miles de ciudadanos que se levantan a las siete de la mañana y se toman en serio su trabajo y luchan para tener una vida mejor y dársela a sus hijos (o a sus amigos y a la gente que aman, si es que no tienen hijos).

No hay que irse a la Bolsa a buscar la riqueza de un país, ni al índice Dow-Jones, ni a todos esos indicadores complejísimos que llenan las páginas de información económica. Y el gran error que cometen nuestros políticos es creer que lo único que importa en sus decisiones es esa interminable cadena de cifras y porcentajes que no afectan a ningún ser humano real porque sólo son conceptos y abstracciones, es decir, nada: esa nada engañosa y embarullada que se ha convertido en un sinónimo de nuestra época, esa nada aparatosa y hueca que Zapatero y Rajoy -esas dos pomposas naderías- han encarnado mejor que ningún otro político en los últimos treinta años de nuestra historia.

La verdadera riqueza de un país no está en los índices macroeconómicos. La riqueza de verdad está en otra parte. Está en los educadores de los barrios marginales que se empeñan en enseñar a distinguir el bien del mal a unos chicos que no han tenido ninguna oportunidad en la vida. Está en los médicos que después de una guardia de veinticuatro horas siguen tratando con interés y con afecto a sus pacientes. Está en los inmigrantes que ahorran uno o dos euros al día para hacer un envío semanal de 30 euros a sus familiares que se han quedado en sus países de origen. Y está en los profesores que se desviven para conseguir que unos alumnos apáticos descubran un día que aprender algo nuevo -leer un libro o resolver una ecuación- puede ser una experiencia mucho más divertida que tumbarse a jugar con la PlayStation. Y lo mismo podría decirse de toda la gente que se enfrenta a la vida con honradez y sencillez y buen ánimo, esas virtudes modestas que no reciben ningún elogio por parte de nadie, pero que son las únicas que permiten que una sociedad conviva en armonía y consiga dar lo mejor de sí misma.

Sería bueno que eso lo supieran nuestros políticos. Sería bueno que eso lo supieran Zapatero y Rajoy. Y sería bueno que los dos, por simple respeto a toda esa gente que se levanta a las 7 de la mañana y todavía tiene la decencia de afrontar su trabajo con honradez y buen ánimo, dimitan de sus cargos y se vayan mañana mismo a casa.

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