Palabras prestadas

Pablo García Casado / Www.casadosolis.com

Córdoba y las bicis

CADA vez que aparece una noticia que refiere el uso del transporte público, de los medios no contaminantes o de la reducción en lo posible del uso del automóvil, resurge de manera virulenta un sector de automovilistas. Gente que tiene verdadera aversión a todo lo que suponga la ampliación de los espacios reservados al peatón o al ciclista. Cada vez que una calle se peatonaliza o se crea un tramo de carril bici hay voces que discrepan y que ponen el grito en el cielo.

El automóvil es un icono contemporáneo. Como lo fue el caballo en la antigüedad, en los coches pasamos una gran parte de nuestra vida. Cuando tienes 18 años, pasar por la autoescuela y ponerte al volante es una de las obsesiones. Porque el coche es también una casa rodante, un hogar provisional para los que no tienen casa, un refugio de intimidad contra la intemperie. Un icono de libertad, alimentado por la onírica de las autopistas, de las películas de carretera, que no dejan de ser una actualización del mito de Ítaca. Que lo importante no es llegar, sino el camino. Los anunciantes de coches han explotado esta estética, y presentan sus creaciones en paisajes lunares de expansión y liberación.

Pero la realidad es mucho menos poética. Lo normal, así lo dicen las estadísticas, es que se use el coche para moverse por la ciudad. Son muchos los que lo necesitan, porque la ciudad también es extensa y compleja, porque determinados trabajos y circunstancias personales así lo exigen, y porque tampoco las redes de transporte público pueden atender las necesidades. Falta, por ejemplo, un corredor metropolitano desde Almodóvar a Villafranca. Falta que Aucorsa ocupe algunas islas como los nuevos viales o las zonas de expansión. Faltan mejores horarios para las zonas industriales donde se genera una gran parte de la actividad económica. Pero a pesar de estas carencias, y de las necesidades implícitas de determinados trabajos, lo cierto es que se abusa de él. Y en una ciudad como Córdoba, es extraño.

Yo he pasado 6 años en Sevilla, y para mí el coche ha sido una terrible pesadilla. Fundamentalmente porque la Sevilla real, la periférica, no dispone de otra alternativa que pasar una gran parte del día en el coche. Cuando hice el cálculo, me di cuenta que a lo largo del año había pasado 500 horas dentro del coche, 20 días completos con sus días y sus noches. Me pareció una barbaridad, un precio excesivo que estaban pagando mi espalda, mi mal humor, la tensión arterial. Por eso, llegar a Córdoba ha sido en gran parte una liberación de esa pesadilla, y alucino con la posibilidad, con el lujo, de poder desplazarme por la ciudad en bicicleta. Así lo pienso yo. Es un disfrute, no una obligación, no una pose intelectual o estética. Y todo el que prueba esto, el que toma la decisión de dejar el coche y coger la bici suele repetir.

Es verdad que no estaría mal que mejoraran los trazados, que se blindaran mucho mejor los tramos para evitar la invasión de los automóviles. Hay lagunas en la ciudad donde no hay un solo metro de carril bici, y uno debe sortear las dificultades del tráfico. Todo esto mejoraría nuestra calidad de conducción, y quizá animaría a algunos más a sumarse a esta iniciativa. Pero quizá, lo más importante sería dejar de identificar el uso diario de la bici con algo estudiantil, universitario, o de rojos o verdes. Hay grandes empresas privadas que no conciben un aparcamiento para bicicletas en sus instalaciones. Hay círculos sociales donde el uso diario de la bici no es entendido, donde un carril bici es sinónimo de falta de aparcamientos. Mucho que ver tiene, no cabe duda, que el automóvil no es sólo un icono de libertad, es también un tótem social, un signo de prestigio y de opulencia moral. Dime qué conduces y te diré quién eres. Quizá sea momento de reflexionar si tiene sentido la cantidad de coches de alta cilindrada para una ciudad relativamente pequeña como Córdoba. No desdeño su utilidad para desplazamientos por carretera, pero usarlo para ir de barrio a barrio me parece un gesto inútil que genera mal rollo para sí mismo y para todos.

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