Cordobeses en la historia

El cómico que reinstauró el teatro y alzó el Principal

  • Casimiro Cabo Montero llegó a una Córdoba ajena a la farándula, y emprendió una lucha en solitario durante un cuarto de siglo por dejar un legado artístico a la ciudad que finalmente lo desterró

POCO o nada se sabe de la vida personal de este hombre, posiblemente nacido en Madrid, que dedicó sus mejores años y su fortuna a la recuperación del Arte Escénico en Córdoba y fue promotor del Teatro Principal, que de forma intermitente ha venido abriendo sus puertas frente al convento del Corpus Christi. Sólo existe certeza de su valentía, teniendo en cuenta los antecedentes y el ambiente que respiraba esta ciudad cuando decidió apostar por su farándula.

En diciembre de 1602 se había abierto al público cordobés el primer teatro del que se tiene noticias, después de que los grandes escenarios romanos de la capital de la Bética desaparecieran. Fue en la casona marcada con el número 11 entre la actual Blanco Belmonte y la Mezquita, dándole nombre a la calle Las Comedias, hoy Velázquez Bosco. Allí sobrevivió casi un siglo plagado de anécdotas, represiones contra los comediantes y pleitos entre empresarios, corregidores e inquisidores, hasta que en diciembre de 1689 el arrendatario de la Casa de las Comedias, Pedro Fernández Moreno, topó con el clero representado por el cardenal Salazar, y el padre Posadas consiguió su propósito de prohibir el teatro en Córdoba.

Dice Rafael Ramírez de Arellano en su obra El teatro en Córdoba que "algunos regidores protestaron del acuerdo y recurrieron al Rey, pero el imbécil de Carlos II confirmó el acuerdo del Ayuntamiento por Real Orden dada en Madrid a 29 de noviembre de 1695". Así, el Corral de Comedias se convirtió en cárcel y en 1922 era la fábrica de cera de la Catedral, mientras aquel empresario, que pagaba a la ciudad 5.000 reales y dos ducados los días de función, más las dádivas a hospitales y hospicios, quedó arruinado, pues además había adelantado para las obras de su local cerca de 8.000 reales. Su hundimiento fue un castigo ejemplar para los promotores del teatro cordobés, siempre hostigado, y un triunfo para el poder religioso-político.

En este ambiente, a todas luces hostil, aparece en Córdoba en el año 1799 la figura de Casimiro Cabo Montero, joven empresario, autor y actor teatral, que se instala en la calle de la Feria acompañado de su esposa, Gertrudis Navarro, con la que tenía al menos varias hijas en 1820, según los datos de Carmen Fernández Ariza, prolífica investigadora de su vida y su obra.

Desvela la profesora que "en el primer año de su estancia en Córdoba, asumió el papel de primer galán", que derivaría en cómico en 1810 y en empresario a partir de 1822. Durante todo este tiempo comenzó a ocupar un lugar de relevancia en la rancia sociedad de aquella Córdoba, y cuando decidió alzar un teatro hizo temblar los cimientos de quienes seguían agradecidos al beato Francisco de Posadas por haberlos librado de los cómicos, la farándula y "otra gente de mal vivir".

Su arrojo hacía cuestionarse a la oligarquía local qué hilos podría estar moviendo Casimiro en la capital del Reino, dada su imagen de indemne frente a las presiones de los mandamases locales. El rumor debió convertirse en certeza cuando en 1799 logró licencia del Rey para restablecer el teatro en esta ciudad, adquiriendo unos terrenos que Rafael Ramírez de Arellano atribuye al marqués de Rivas "sin preocuparse para nada de la prohibición, o pensando que ésta no podía durar mucho". Tiempo atrás el empresario había puesto sus ojos en aquellas cinco casas de la calle Ambrosio de Morales, fruto del "repartimiento cuando la Conquista" -dice el hijo del cronista- y "empezó a edificar el Teatro Principal". Y aunque encontró la firme oposición del Ayuntamiento, de las monjas y de "otra porción de partidarios de la supresión de comedias; más él, protegido por la Junta de teatros del Reino, logró terminar su edificio", proveyendo las obras con la fuente de la calle de la Feria.

Lo llamó Teatro Cómico, al que se le añadiría luego Principal. Tenía algunos palcos, columnas, y unos antepechos pintados de "una altura descomunal", recrea Montis, y en sus primeros tiempos lucía "madera y lienzo" y era "de dimensiones tan pequeñas, que sólo unas trescientas personas se podían instalar en él con desahogo". Estuvo así hasta el año 1800, en que una epidemia le obligó a suspender las funciones teatrales.

Fue el principio de un camino casi idéntico al que Pedro Fernández Moreno siguió un siglo antes. En 1807 apenas había podido representar algunas comedias. Rodeado de enemigos y detractores e incapaz de hacer frente a las deudas por las obras acometidas en su teatro, la llegada de los franceses supuso un golpe de suerte para él; además de levantarle la prohibición, subvencionaron con fondos municipales su actividad, que se prolongó hasta dos años después de la marcha de las tropas napoleónicas. Tras este respiro, en 1814 volvió a la senda de su antecesor Fernández Moreno, incluida la Real Orden dada ahora por Fernando VII que reiteraba la antigua prohibición de las representaciones teatrales en la ciudad.

Pero no se amilanó y en 1819 consigue que el Supremo Consejo de Castilla ordene una vez más su apertura, mantenida hasta 1821, en que sus adversarios, que eran los del teatro, se lo clausuran de nuevo. Es objeto de una feroz persecución latente en las actas transcritas por Fernández Ariza, quizá por su deseo de entrar en política como regidor, algo que esta "casta" no le permitió condenándolo, junto a 14 librepensadores más, a un "destierro por cuatro años, a veinte leguas, de Madrid, Sitios Reales y Córdoba".

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