Cordobeses en la historia

El humanista regidor de posguerra que pudo salvar a Manolete

  • Antonio Luna Fernández fue eslabón en la dinastía galena más antigua de la ciudad, le tocó gobernarla en los cuarenta, aplicó su ciencia en la gestión y saneó sus arcas y sus aguas.

EL 29 de mayo de 1901, mientras Córdoba despedía sus fiestas con carreras de caballos en el hipódromo de Turruñuelos, la antigua calle de las sastras o Alfatayas, recibía al hijo de Isabel Fernández y Felipe Luna. Le llamaron Antonio y estaba destinado a regir una ciudad en tiempos de posguerra y a engarzar hasta nuestros días el linaje de médicos más antiguo de la ciudad.

Cuenta la biografía de Bravo Arévalo y Fernández de Mesa que al mes de vida le trasladaron al número 28 del Paseo de la Victoria, donde creció junto a sus hermanos Felipe, Adela y Pura. A los cuatro años, iba diariamente a la plaza de los Aladreros, la casa de su primera maestra y al ingresar en el colegio León XIII "conocía los números y las letras" y la desgana por las clases. En el Colegio Francés fue preparando los ciclos hasta su ingreso en la Facultad de Medicina de Cádiz, en donde por seis pesetas compartió pensión completa con Aparicio Crespo, el médico espeleño brutalmente asesinado en el 36.

Se licenció con 21 años y un mes después, a petición de Emilio Luque, tuvo su primer destino en Espejo, infectado entonces de sarampión y tifus, del que se contagió. El primer día un parto complicadísimo con final feliz y su decisión de dormir en donde acababan de retirar a dos cadáveres le hizo ganarse al pueblo. Ese mismo año (1924), aprobó la oposición para la Casa de Socorro y al siguiente en el Hospital de Agudos, donde un paciente le preguntó: "¿Es usted por casualidad el médico de aquí?". A lo que respondió: "No, lo soy por oposición. Por casualidad lo es éste". A los colegas enviaba informes en verso, hasta que un paciente se quejó y escribió el último: "Dicen que al asegurado no le gusta el pareado/ y con esta disyunción no quitan la distracción". Corría el año 1930, contaba con un sueldo anual de 3.600 pesetas, hacía guardias sin remuneración y sufrió contagios de malta y tifus; también al mes de su enlace, en 1933, con Eulalia Herrero. Tuvieron seis hijos (Eulalia, Antonio, Isabel, Enrique, José María y Dolores) y sería el segundo el continuador de la estirpe galena, recogida ya por uno de sus 19 nietos, el otorrino y excepcional sonetista Antonio Jiménez Luna.

En febrero de 1944, tenía 43 años. Se levantaba a las 06:00 para abrir el dispensario antes y detenerse más con los pacientes; le daban las 03:00 en la Casa de Socorro y veía anochecer en su consulta de Blanco Belmonte. Pero no dudaba en atender a quien le abordara a cualquier hora, siguiendo una premisa: "la gente tiene un fondo de verdad y respeto" y si no se la trata bien todo "se vuelve contra uno". Con esos precedentes, en febrero de 1944 le sorprendió el nombramiento como alcalde de un ayuntamiento endeudado y con un equipo elegido por otros. Aceptó el reto y un año después los números del municipio no se anotaban en rojo. Se embarcó en un préstamo con el Banco de Crédito Local para el Servicio de Abastecimiento de Aguas. Y es que un vertido en el canal provocaba brotes de fiebres tifoideas que asolaron con especial inquina Ciudad Jardín.

La partida de treinta millones traería las aguas del caño de Escarabita y el arroyo Bejarano por túneles ya existentes. Córdoba debe también a Luna la supervivencia de la Becerrada de la Mujer Cordobesa, perdida al morir Guerra (1941) y recuperada en el 44. Ese año presidió uno de los pocos homenajes a Manolete vivo; presidió también su entierro y no dejó de repetirse que, si él hubiera estado en Linares, jamás le habrían transfundido. Creó el Hospital Municipal, el Archivo Histórico de la calle Pompeyos, implantó el Seguro de Enfermedad, puso el primer asfalto en la avenida de Medina Azahara, amplió la fachada del Ayuntamiento hasta la Plaza del Salvador, realizó el primer presupuesto para el edificio municipal de Capitulares y colocó pavimentos y ornamentación en las principales calles. Se anticipa así a la labor de sus sucesores, Alfonso y Antonio, cuando el poder municipal pasa de nuevo a los Cruz Conde, aunque del relevo, en marzo de 1948, se culpa a otra anécdota, ahora, durante una visita de Franco. El Alcalde presentó al concejal de Hacienda con una frase alusiva al "manejo de los dineros". El general respondió con un escueto "señor alcalde, el protocolo" y, al volver al Pardo, lo cesó. Cuatro años antes, se presentó a un funcionario así: "¿Con usted vamos a repartirnos los dineros?"; el hombre calló y pasado algún tiempo, llamó al despacho y le susurró: "Don Antonio, que de lo que dijo usted de los dineros que… ya se puede". El alcalde, médico y humanista dejó un presupuesto municipal de veintiún millones, una imagen de demócrata sensible y justo con las retribuciones de los subordinados y se volvió a sus artículos en prensa, a los Setenta años de caza, al más puro estilo Deliberiano del que dijo el maestro: "Un lenguaje desenfadado y preciso que no cabe más; se lee con ansiedad y más de una vez". Retirado, sin jubilación ni seguro sanitario, afrontó una operación y tuvo que abonar el importe en el centro donde ejerció 50 años. Y el hombre para quien el infarto era "una lotería" y un "buen invento", entró el 3 de julio de 1992 en la iglesia de San Nicolás a hombros de sus nietos y, aunque no hubo acto oficial, sí contó con una amplia representación de ese "fondo de verdad y respeto" en el que creyó.

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