Cordobeses en la historia

El naúfrago contemporáneo que salva al arte intemporal

  • José Manuel Belmonte Cortés se aburrió en el colegio, se fascinó en la Escuela de Artes, se emocionó frente a los clásicos y re-esculpió la concepción del arte figurativo para el siglo XXI

EN la casa de vecinos de la plazuela de la Paja, vivía Juan Belmonte, heredero de una saga de artesanos de las zafras, cántaras o faroles de latón, que vendía en El Realejo. Era el último mantenedor del alumbrado público de aceite, autor a su vez, de los primeros faroles de la Virgen de las Angustias. Su hijo Manuel hizo de esta tradición su fuente de ingresos, complementados por los bordados de su mujer, Milagros Cortés, la niña huérfana que aprendió de las monjas los secretos de los hilos y el bastidor. Con la joven ciudadrealeña tuvo a Milagros, a Manuela y, un 29 de marzo de 1964, a José Manuel Belmonte Cortés; el escultor que, cuarenta y tres años después, recibiría el más alto reconocimiento internacional, del Arte Contemporáneo.

El niño estuvo hasta los nueve años en el colegio de La Piedad y luego en Los Salesianos, con pésimas notas, salvo en los dibujos a los que dedicaba horas y horas; animado por la madre, ansiosa por entretenerle, en las largas siestas del verano, donde reproducía los dibujos animados de los setenta. Sin interés por la escuela, pasó por la Formación Profesional hasta el curso 81-82 en que no se matriculó, esperando la llamada a filas. Excedente de cupo, y agotado el plazo de inscripción, optó por "pasar el curso" en la Escuela de Artes del barrio de Santiago.

Allí Antonio Gallardo Parra esperaba a la nueva hornada, donde solía encontrar alumnos destacados, pero casi nunca artistas. El que -en palabras de Belmonte- es su "maestro y padre artístico", posó los ojos en sus dibujos, auténticos relieves, que impactaron también al resto del profesorado. Pronto, la visión de los volúmenes de José Manuel se haría tan popular en las Escuelas de Santiago y La Trinidad, como sus apodos: "El Miguel Ángel cordobés" o "El nuevo Inurria". Gallardo, ya había decidido "echarle de comer aparte" y derivar hacia la escultura el talento del chaval, que perdía la noción del tiempo y llegaba a enfrascarse en sus tareas, hasta el punto de duplicar las horas en las aulas y abandonarlas al cierre de la Escuela. Haciéndola compatible con el negocio familiar de El Realejo, el muchacho de San Pedro, abocado a ser un mal estudiante, llenó su expediente de matrículas y sobresalientes en todas la materias.

Desde los primeros cursos, comenzaron los encargos -a partir de La Paloma sobre el mundo de Los Boliches- de personalidades deseosas de ser inmortalizados por sus manos. Eran también los primeros ahorros para ir a los museos de París, Londres, Bruselas o Roma, en donde pasaba horas, mirando y llorando de emoción ante el Torso de Belvedere y los grandes maestros.

Concluidos los cursos de Vaciado y Modelado, emprendió y concluyó los de Tallado de Madera y se marchó con 24 años, dejando su nombre en el cuadro de honor de los alumnos brillantes de la Escuela de Córdoba. Como tantos antecesores suyos -becados en su mayoría por las instituciones públicas cordobesas- puso su ideal en completar la formación en Italia, pero fue una entidad privada la que apostó por su talento, sufragando su estancia en Pietrasanta, junto a la cantera artística y física de Carrara. En las canteras que fueron germen del Moisés, entró en el alma de la piedra donde prevalece, y, como Miguel Ángel, supo ver la figura que encerraba cada bloque de mármol; supo ver el alma de la piedra, con tanta claridad, que comenzó a escarbar en ella, sin apuntes ni modelos; con los golpes firmes y certeros de quien busca por caminos seguros y encuentra y crea y llega a la perfección de las formas y, una vez alcanzadas, deja en paz a la escultura porque -dice este artista- "si sigues más, la torturas". En la patria de El Rapto de Proserpina, aprendió, como Bernini, a acariciar el mármol hasta convertirlo en la piel suave, hundida y entregada al capricho de sus dedos "agotándose cada día en el trabajo". El fruto es una obra poderosa y rotunda, plasmada en mármol, bronce, barro, poliéster o nieve; premiada y reconocida en Singapur, Turín, Torino o Japón hasta donde sus compañeros de Akita, llevaron al emperador Hiroyto para hacerle partícipe de la creación de una obra, emplazada finalmente en una plaza de aquella ciudad. La impresionante Grecia, luce también en Lepanto un Cervantes del cordobés José Manuel Belmonte. Y con los laureles de la gloria vuelve a su ciudad para reencontrarse con el alma de sus figuras que, después de situarse en distintos rincones de Europa y Asia, tuvieron también un lugar en Córdoba; a las puertas de Colón y en su barrio de San Pedro. Pero el reconocimiento de su ciudad -anclada en conceptos trasnochados con respecto a lo figurativo- llegaría desde fuera, en 2007: cuando obtiene en Barcelona el galardón internacional más importante de la Escultura Figurativa, concedido por la Fundación de las Artes y los Artistas, con su Hombre Pájaro expuesto en el Museo Tyssen y reproducido en estos días en la estación de AVE cordobesa, junto a otras figuras asombrosas que, una vez alcanzada la perfección, juegan al equilibrio o al ajedrez, Cogiendo la Luna como la escultura que preside el estanque de las Tres Culturas, donde quizá debiera quedarse por siempre, como la muestra contemporánea que rinde homenaje a todos los grandes creadores que en Córdoba han sido y siguen siendo.

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