Calle Larios

Málaga contra los refugios climáticos

Si no tenemos refugios climáticos, habrá que tomar helados.

Si no tenemos refugios climáticos, habrá que tomar helados. / Javier Albiñana (Málaga)

Este verano volví a Nueva York, una ciudad que me gusta mucho por muchas razones. Y lo hice con mi familia en plan turista, es lo que hay, aunque, que conste, nos alojamos tranquilamente en un hotel. Poco antes del viaje, conocí en Málaga a alguien que había estado en Manhattan hace unos años y me transmitió una impresión desagradable: en su opinión, todo se reducía en Nueva York al capitalismo expresado en su manera más salvaje, y no le faltaba razón, aunque precisamente por esa exuberancia capitalista la Gran Manzana es una ciudad de contrastes, a menudo furibundos. Mi visita me sirvió para reafirmarme en mi idea de que lo bueno que puede ofrecer Nueva York es muy, muy bueno. Ya no sólo por los museos, los teatros y todo eso, sino por su política de espacios públicos: es relativamente fácil encontrarte cada dos manzanas áreas abiertas y accesibles, cómodas, dotadas de suficiente mobiliario urbano para comer, tomar un café, descansar un rato a la sombra o hacer lo que quieras, a disposición de cualquiera que pase a cualquier hora. Es muy cierto que la concentración de estos espacios es mucho mayor en Manhattan, y más aún en el distrito financiero, pero esta vez tuve la ocasión de patearme Brooklyn (en la medida de lo posible, ya saben) y, en general, la frecuencia de parques y zonas de asueto invitaba a pensar también aquí en una ciudad hecha para sus ciudadanos. No se le ocurriría a uno comparar la historia de la evolución de los espacios públicos en Nueva York y en Málaga, pero sí que me paré a pensar en que, si la segunda accediera a imitar en algunos aspectos la política al respecto de la primera, terminaría pareciéndose más a algunas ciudades europeas de las que nos hemos ocupado en anteriores artículos (de Burdeos a Nantes) cuyo compromiso con el espacio público es, digamos, visible.

Al hablar con algunos oriundos, muchos nos contaron que el principal problema de vivir en Nueva York seguía siendo el acceso a la vivienda, lo que desde luego me sonaba de algo. El problema ha llamado incluso a las puertas de los inquilinos más acaudalados de Manhattan, quienes, confiados en que podían pagar no hace mucho un alquiler mensual de cinco mil dólares, ahora se han encontrado los precios duplicados a cuenta de los apartamentos turísticos. Un ciudadano español cuyo hijo vive en Manhattan nos contó que, al menos, el susodicho tenía a pocos metros supermercados, tiendas y servicios, lo que se considera actualmente el lujo más envidiado en el Upper East Side. Ahora, la ciudad ha decidido hacer frente al problema con una decisión polémica: cualquier propietario que decida alquilar su vivienda por un plazo inferior a un mes debería seguir residiendo en la misma vivienda; es decir, se ataja el modelo Airbnb con una vuelta al Bed & Breakfast. Eureka: alguien en Nueva York ha advertido que el acceso a la vivienda es un problema grave que necesita medidas urgentes y, vaya por Dios, impopulares.

Por mucha resistencia que queramos oponer a las políticas necesarias a cuenta del discurso del éxito, estas terminarán llegando

Leí la noticia hace unos días y me acordé del plan presentado en París el pasado mes de junio para la adaptación al cambio climático, una actuación que contempla la sustitución de buena parte del hormigón reinante por zonas verdes y que sigue el modelo, de nuevo, de otras ciudades europeas pioneras (véase el caso representativo de Gijón). Y es que ambas cuestiones, la del precio de la vivienda y la gestión de los espacios públicos, están íntimamente ligadas en la medida en que las variables de este binomio son las que garantizan o anulan la calidad de vida de los ciudadanos en cualquier urbe. Para muchas ciudades en todo el mundo, este binomio entraña un reto ante el que hay que ponerse en marcha. Y eso implica hacer política, ya que esta puesta en marcha tiende a colisionar con los intereses de ciertos sectores. No sé si la industria turística y hostelera habrá puesto el grito en el cielo en Nueva York, París y el resto de ciudades que están poniendo coto a los apartamentos turísticos y devolviendo el espacio público a los ciudadanos. Lo que sí sé es que justamente es esta misma industria la que, de momento, ha retrasado en Málaga el debate necesario acerca de la definición del problema y sus soluciones. Lo ha hecho, claro, con un argumento aplastante: el de la dependencia económica que Málaga acusa tradicionalmente respecto al mismo sector. Pero cabe hacer aquí un par de consideraciones.

La primera es que esa dependencia no anula la existencia del problema, que existe, es real y que, entre quienes se ven obligados a marcharse por el precio de la vivienda y quienes fallecen por la nula adecuación a las condiciones climáticas, ya se lleva por delante a más de cinco mil malagueños al año. La segunda es que en buena parte de las ciudades de todo el mundo que ya han tomado medidas la dependencia económica respecto al turismo y la hostelería no es mucho menor, pero, sorpresa, ni el volumen de visitantes ni los ingresos de la actividad hostelera se han resentido por las soluciones implementadas. Lo cierto es que sí nos queda una certeza: por mucha resistencia que queramos oponer a las políticas necesarias, estas terminarán llegando, tarde o temprano. Habrá que facilitar a la ciudadanía el acceso a la vivienda y a los espacios públicos y será más urgente un bosque urbano que otro rascacielos. Y no se tratará de ser antimalagueños, ni de querer cargarse el turismo, ni de volver a lo de antes, sino de hacer lo que hay que hacer, tal y como, insisto, empieza a hacer todo el mundo. De momento, cada vez son más las voces autorizadas que reclaman refugios climáticos ante un contexto de subida de temperaturas cada año. Y si tuviéramos que calcular todo lo que nos jugamos tan sólo en lo que tiene que ver con refugios climáticos, habría que poner la ciudad entera en la balanza. Podemos aceptar las reglas de la partida ya y empezar a darle a la ciudadanía lo que es suyo. O seguir remoloneando parapetados en el dichoso discurso del éxito hasta que no haya más remedio.

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