Mi hija Andrea, que es la chica, ya es grande, pero tiene aún cosillas que hacen reír entre las otras que, como todas, no tanto. En mitad de una calle de cualquier parte, mientras paseábamos este verano, debí yo negarme a algo que nos pidiera para alguna cosa de poca importancia. No recuerdo qué. La negativa no fue acogida por Andrea con enfado verdadero, seguramente porque, en efecto, no era nada que fuera importante ni que se lo pareciera y porque el tono de la conversación era pacífico, de chafardeo vacacional. De todas formas, Andrea, aunque se tomase bien el no a lo que fuera, comenzó a terminar su discursillo con el conocido “pues ahora me enfado y no respiro”, pero, además, sin solución de continuidad, añadió un estrambote original a la frase: “y me convierto en pera”. Yo me reí, ella también, y me dio pie a esta columna de comienzo de temporada.

Tenemos motivos en estos rincones cercanos y en otros más o menos lejanos para convertirnos en pera, después de enfadarnos y no respirar. Convertirse en pera es llevar al extremo del absurdo imposible nuestra supuesta condición de actor protagonista en la vida social (lo digo para referirme a todo lo que excede de la nuestra propia) al descubrir que el rol cierto que tenemos asignado extrañamente supera el de espectador sorprendido. Estoy seguro de que quien pueda leer esto hoy (o pasados unos días) podrá poner decenas de ejemplos de sucesos incomprensibles para su lógica, para su escala de valores, o para su estómago, de entre el rosario de acciones, a pecho descubierto (rara avis) o taimadas (el pan nuestro de cada día), que los ejemplares próceres políticos, los ávidos rectores económicos, o los tiránicos correctores sociales nos imponen. Por no tener ya no tenemos ni efectos placebo. En ese contexto, convertirse en pera es una opción. Convertirse en pera supone, en definitiva, según yo deshago mi propio absurdo, pasar olímpicamente de ellos, de sus actuaciones y de su descaro e intentar, en la medida de las posibilidades que cada cual tenga, que no nos afecten demasiado para poder decidir, ya en serio, cuándo enfadarnos de verdad y, si es preciso, no respirar.

He decidido prescindir de las causas y los causantes por el momento. Quiero levantar un murete protector, si me convierto en pera por voluntad propia, que salve mis decisiones, con todos los aciertos que quepan y en la esperanza de aflojar los errores. Hago votos, ya me perdonarán la palabra que tienta al diablo, para que no me molesten demasiado. No renuncio al escrutinio ni a la oportunidad de actuar, pero me los reservo para cuando me apetezca. Y, en fin, seguro que me rebelo y estallo, pero no será hoy. Justo ahora me recreo en la memoria de mi Atlántico, me dispongo a batallar mis obligaciones y aspiro a disfrutar el argumento. Vuelvo porque no tengo remedio. Y, ya se sabe, si se quiere, nos leemos.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios