El secretario de Estado y exalcalde de Córdoba José Antonio Nieto acudió ayer a Barcelona y se sentó frente al presidente de la Generalitat. Cada uno allí dijo lo ya sabido: Nieto que el Gobierno hará cumplir la ley el domingo e impedirá el referéndum ilegal y Puigdemont que su idea es saltarse la ley a la torera. Luego se dieron la mano, supongo, y cada uno se fue libremente por su lado. De haber sido otro tipo de delincuencia, de haber sido un ladrón que hubiese anunciado un atraco nada menos que a un secretario de Estado de Seguridad, sospecho que Nieto habría ordenado la detención inmediata del que planea delinquir, pero aquí se juegan otras guerras de carácter político y se mide todo en pos de no perder la batalla de la opinión pública internacional. Es un conflicto pues muy siglo XXI, con postureo, en el que los que quieren cargarse el sistema constitucional y la integridad territorial del país pueden salir de rositas mientras se hacen fotos para el Facebook y se pavonean a gusto con cláveles y sonrisas, cachondeándose a lo grande de la inspiradora historia democrática de nuestros hermanos portugueses. Se observa también en todo esto que la española es una democracia frágil, que carga con sus penas por doble vía. Por un lado, por su pecado original de haber nacido pacíficamente desde una vil dictadura, algo que utilizan los enemigos internos para restar legitimidad a la Carta Magna y los enemigos externos para dar siempre la imagen de un país autoritario, atrasado, paleto, cuando la realidad es que España ha recibido en estos años muchísimas menos condenas ante el tribunal internacional de Derechos Humanos que países cercanos como Francia o Italia. De otra parte, también padece España en esta hora que el partido en el Gobierno sea de derechas, con lo que ello conlleva de prejuicios interesados, y esté tocado en lo más hondo por la corrupción, algo que instintivamente les limita y les hace ir a todo con ese temblorcillo de quien portea en el zurrón de la conciencia más de un pedrusco moral. De todo ese se resiente el Estado en la defensa de su democracia y de su integridad en este instante grave, quizá el más grave desde el 23-F. Con ambos pecados carga un país cuyos ciudadanos merecen que la soberanía se defienda con la autoridad que emana de su Constitución, de su pacifismo más que demostrado y de la limpieza de sus elecciones y sin que haya que salir con banderas ni gritar "A por ellos". La democracia española no es menos que ninguna, por lo que se debe actuar con absoluto sosiego y legitimidad. No hacen falta, que no, tantísimos melindres y cuidados.

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