Yo debería escribir hoy sobre el desagradable empacho de soberbia que la pasada semana, hace mil años, arrojó a ya se sabe quién a los pies de los caballos. Igual debería desde ya anticipar el descalabro próximo, sorprendido por esa triste mezcla de euforia impostada y complicidad muda que los diputados y senadores sostenes confunden con la lealtad y la disciplina, aunque solo sean seguidismo conveniente y voluntad de supervivencia. Pero no me gusta. Ni quiero.

Prefiero, en cambio, celebrar la fortuna de descubrir mi ciudad, con cuyo cariño, a pesar de ella y de mí, me debato desde siempre, porque haya venido un trocito de mar Caribe y tuviera que mostrarla. Al disfrutar aquí al gran Omar (extraordinario abogado, llamado sin duda a altos desempeños próximos, cultivado compañero de argumentaciones por devoción, pero, sobre todo, excelente persona), con su mujer (cálida, emocional y entrañable Marta Luci), se remedió la ansiedad por el envite y el precipicio. Me regalaron mudar una columna enfadada, por esta, que solo, y no es poco, es feliz.

La felicidad ocasional hay que aprovecharla. Si no, ni percibes que el Puente Romano te soporta con más de veinte siglos de recuerdos. Tampoco que la luz del Patio de los Naranjos asombra desde las puertas y que la calle del Pañuelo no te estrecha, sino que te abarca, impulsándote a abrirte más y, entre desconocidos paseantes, aparentemente también felices, recogerte en la Calleja de las Flores para preguntar qué más. Y lo hay, claro, si Jessica te cuenta que una misma uva, la señora Pedro Ximénez, bien plantada en suelos de albariza, presagia vendimias mágicas que darán luego vinos de tinaja, finos, olorosos, amontillados, y el mejor dulce de la Tierra, reposado más de treinta años, para después, tras mazamorras y salmorejos en las casas de Miguel y Lola, vivir el bosque de columnas más sugerente del mundo y tocarlas al marchar para no irnos. Sinagoga y Judíos; Alcázar y el río grande. La pareja catalana perdida a conciencia en el disfrute de pasear; el encuentro casual con el mejor administrativista de España (Benítez Ostos, Antonio) y quedar para un café.

Esa suerte de felicidad serena es la conversación tranquila, entre risas, que evoca Santa Marta, Bogotá, Cali y Cartagena. Es la sonrisa que viaja a León y a Salamanca, hacia Toño y Pilar, Sendín y Marta, preñada de la admiración que Omar y yo les profesamos y que nos convocó hace tiempo para cambiar el nuestro. Es regresar por la noche, titilantes los faroles, tenue la luz discreta del puente, al otro lado del río, porque miramos desde el Sur, estirando el momento para que no acabe. Es el gusto por la vida, por vivirla y poder contarla.

Así que no me busquen hoy por las ciénagas, que no las pisaré. Ya habrá tiempo, otra cosa no, para perderlo. Mientras, gracias, amigos, por tanto. Y, quién sabe, al final igual afloja y me dice que sí quiere ser mi novia.

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