Fandiño soñado

Los toros, como metáfora honda de la vida real del hombre, representan la sustancia del hecho de vivir

Ni un año ha pasado y ya está de nuevo enlutado el mundo taurino. Si el año pasado fue el dolor por Víctor Barrio, cuya muerte fue un primer redoble tras décadas de relativa calma y confianza, en este 2017 le llegó la hora oscura a un grande del escalafón: el vasco de Orduña Iván Fandiño, torero de tez oscura, mirada intensa y genio singular y arrebatado en sus grandes tardes. Nunca tuve la fortuna de verlo en una plaza, y con ese lamento me quedo. Porque quise, pero no se dio la ocasión, maldita sea. O acababa optando por otra corrida o al final fallaba lo que sea y no se daba la posibilidad. Tuve sin embargo la tranquilidad de que acabaría viéndolo, pues era un hombre joven, cuatro años años más joven que yo. Es esa tranquilidad incauta en la que cae el aficionado, en la que cualquiera cae en la vida. La monotonía de lo cotidiano hace pensar que lo efímero es eterno y ni cuenta nos damos de que los días gloriosos como los días aciagos están siempre a punto de acabar, más cerca de su fin que de su principio.

Los toros, como metáfora honda de la vida real del hombre y no de su pueril dulcificación tan al uso en nuestro tiempo, representan como casi ningún otro espectáculo público la sustancia del hecho de vivir. Fandiño eso lo sabía, pues fue hombre, tal como siempre se le vio en sus entrevistas, reconcentrado en la seriedad de su oficio y en su peligrosidad. La leyenda de Joselito, Sánchez Mejías, Paquirrí, Yiyo, El Pana o el citado Barrio no era la que buscaba pero sabía que en cualquier cruce del camino podía ser la que llegase. Y al final llegó, en Las Landas, en el Sur de esa Francia tan digna y profundamente taurina. Llanto hondo por Iván Fandiño al que nunca podré ver porque por momentos se me olvidó que la vida va en serio como dijo el poeta Jaime Gil de Biedma en unos versos antológicos. Y el toro negro de la muerte, el que a todos nos espera, también. Fandiño para siempre queda, inolvidable, en los ruedos del arte y la memoria. Iván Fandiño, sí, el torero que vivió soñando y que soñando murió aunque algunos no lo puedan entender.

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