Arenal desde las alturas

El Arenal tan vetusto como siempre, tan incómodo y poco vistoso, aunque, como ya digo, vital y vivido

El otro día me tuve que subir a un cacharrito de la Feria, una estructura de hierro y chapa muy colorida y presuntamente divertida. Ni siquiera de niño me gustaban estas atracciones, así que de grande ni les cuento. Años hacía, lustros creo, que no pasaba por el trance, pero mi hijo se emperró y hubo que acompañarlo para garantizar su seguridad. Una tontería, por supuesto, ya que el que corrió peligro no fue él sino yo, que al pasar por un suelo de rodillo (presuntamente divertido, ya digo) me resbalé y a punto estuvo de hocicar. "Más rápido -me decía mi hijo-, más rápido", y yo seguía tras él echando el bofe mientras subíamos escaleras y sorteábamos las trampas que el cacharro del demonio nos iba disponiendo. Así llegamos hasta la última planta de la atracción, un terrazita de chapa situada a una buena altura. Me agarré a una baranda y le dije a mi hijo que parásemos un instante. Apenas unos segundos en los que me dije que lo de ser padre no está pagao y en los que vi El Arenal en toda su inmensidad descacharrada y vitalista. Lonas y casetas, buses al fondo, gente y gente, la cola de los taxis, lo meaderos de plástico, el humo de las hamburgueserías y la altitud de la noria. El Arenal tan vetusto como siempre, tan incómodo , aunque, como ya digo, vital y vivido. Muchos alcaldes han pasado por aquí de recepción en recepción y de abrazo en abrazo y ninguno ha sido capaz de conseguir que esto parezca un recinto ferial y no un cercón. Nunca pasó de ser interino, así que nadie le echó un euro. Tampoco en este mandato se saldrá de lo mismo, un parche, otro parche, y las pobres señoras orinando mientras en cuclillas, con la nariz tapada. El Arenal pues visto desde arriba y desde su historia de olvidos. "Papá, ¿te gusta la Feria?", me preguntó mi hijo. Y le dije que sí por pura piedad. Luego bajamos. Salí vivo del lance. Aunque ya mismo, en apenas unos años, recordaré con humor esta aventura cuando me toque otro capítulo, este aún más terrorífico: esperar a que mi hijo vuelva ileso de las casetas y el botellón. Ser padre, ya se sabe, es andar siempre en zozobra y ser cordobés, supongo, acostumbrarse a que El Arenal es como es. Cada cosa en la vida tiene su dulzura y también su amargor.

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