Alonso

Lo de siempre, pues. Alonso corriendo y levantando entre los españoles tantos odios como elogios

P artamos de la base de que, a estas alturas, Fernando Alonso me cae bien. Y digo a estas alturas porque no siempre fue así. El asturiano tiene sus cosas, su deje chulesco, y cuando era un tipo victorioso pues se le fue la mano. Eran sus tiempos de Renault, cuando iba por el mundo en alianza con ese chulopiscina de piel olivácea rayo uva que es Fabio Briattore, italiano tópico al cubo, en quitaesencia. Luego, sin embargo, a Alonso le cayó el maleficio y todo comenzó a irle mal. Primero cuando Hamilton le mojaba la oreja, y el español no paraba de poner excusas, y posteriormente en Ferrari, escudería en la que, por emblemática que sea, nunca pusieron en sus manos un coche ganador. El caso es que los años fueron pasando morosos y Alonso se humanizó, al menos para mí, claro. Dejó de ser un personaje más del circo deportivo para quedar como un piloto obsesionado con reverdecer viejos laureles. El tipo tenaz que una vez tras otra se queda lejos de su objetivo pero que no por ello cesa en el empeño. Así hasta que hace unas semanas decidió dejar por unos días la Fórmula 1, donde su nuevo coche ha resultado una carraca, para irse a probar fortuna en las 500 millas de Indianápolis. Allí corrió ayer Alonso y era curioso ver a su odiadores, a su legión de haters, despellejándolo en Twitter mientras el comentarista de la tele, Óscar Lobato, no dejaba de enviarle mensajes cursis de rendida admiración. Lo de siempre, pues. Alonso corriendo y levantando entre los españoles tantos odios como elogios. Españoles que, por supuesto, han sido campeones del mundo muchas veces, supongo que en la disciplina de tumbing cervecero-sillonero, y que se saben buenos conductores porque un día aparcaron sin romper el retrovisor. Alonso, en Indianápolis, no ganó y tuvo que abandonar por avería. Otra vez a bailar, otra, con la mala fortuna, aunque se llevó una antológica ovación. Demostró que es un competidor nato, un tipo que persigue su sueño digan lo que digan. Si todos en España fuésemos tan resistentes a la derrota, me juego las narices a que nos iría un pelín mejor y no seríamos el gallinero que somos. Un gallinero que es símbolo inequívoco de que aquí la gente más que hacer mira lo que hacen otros mientras se los rasca con confort. Qué relajo, caballeros. Qué perniciosa y gris españolidad.

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