Rafael Peter Pan Del Castillo ha decidido dimitir y dejar vacante su sillón de concejal en el Ayuntamiento de Córdoba. Lo ha hecho por coherencia, dirán algunos, y yo lo comparto pues me da que siempre, en lo político, fue este señor una especie de niño grandón y fantasioso perdido en el mundo complejo, el de los adultos. De ahí que resulte entendible que al final, y a mitad de viaje, optase por regresar a su País de Nunca Jamás, a su particular Neverland.

A Del Castillo, antes de entrar en Capitulares, se recordará que lo conocimos como activista antidesahucios, como hombre de pancarta con preocupaciones y presunto buen corazón. De ahí que, una vez convertido en concejal de Asuntos Sociales, cupiese la esperanza de que lo hiciese bien. Pero la realidad, tan cruel ella, tan golfa, vino a visitarle y en vez de entender que la política es el arte de lo posible, que decía Bismarck, comenzó a prometer imposibles para los que luego no encontraban financiación porque la realidad de las cosas es la que es y no quimeras de niño barbado. El final de esta historia se adivinaba complejo, pues a nuestro particular Peter Pan, tras tanta promesa, le tocaban ya curvas, disgustos, golpes. Y de ahí piensa uno que viene precisamente su renuncio: de que, una vez errado el camino por ausencia de pragmatismo, el alivio facilón y peterpanesco era volver a la tranquilidad quimérica del activismo y la pancarta mientras otro se come el marrón de la gestión. A ello le unió Del Castillo, para no quedarse corto, su buena dosis de bilis contra los que fueron sus socios de gobierno, el PSOE, unos tipos a los que siempre había mirado desde la altura moral arrogante que los asaltacielos mantienen con cualquiera que a ellos, en su sectarismo, les parezca burgués. Mal balance pues para este edil, que deja al gobierno municipal más frágil y lastimado de lo que ya lo está por culpa de su irresponsabilidad. Volverá a sus manifas y pancartas, no lo duden, a su Neverland. Tan comodón como siempre, aunque marcado ya por el hecho de que estuvo en el sitio donde se pueden cambiar las cosas y de allí, tras pifiarla, salió huyendo a todo gas en busca de Campanilla y los chicos. Rafael del Castillo pudo crecer, pero no creció. Como niño sempiterno, sin apego al dinero pero también sin capacidad de gestionarlo, queda en fin este utópico y pueril concejal en los cielos grises, pero intensamente reales, de la política municipal. Que el viaje de vuelta a su país de gominola, piruletas y regaliz le sea confortable y relajado. Quizá alguna vez recuerde allí que la realidad le quemó.

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