Tiene la piel su nieve en la hora caliente del rezo, en la edad de la certeza y en el cuerpo madre de ámbares fundidos. Allí donde la seda comprime la inexacta parcela del pecho, allí donde prevalece un imposible juego de líneas y formas, densidad y carne. Tiene la tarde su blanco y la mujer su blancura, precaución del labio en la meta del suspiro, el pelo en dunas ocres y catarata ondulada, el perfil de ave, cigüeña de siglos en las antesalas frecuentes del extravío. Así se espera un milagro o una muerte, un adiós o un hijo. Así llega el hijo, la muerte. Tiene la tarde su semilla de sombra en la hora cautiva del presagio, ilimitada hora de los rostros barnizados en luna, del deseo sometido y el misterio que navega la laguna más atroz de la memoria. Tiene la mujer una tristeza inexpresiva, vegetal, y unos ojos que se cierran y un patrimonio de desvelo y una distancia de escultura. Una vocación de reposo, una invocación a la sangre. Y el cuerpo de esmaltes será ya frontera del dolor, sin anillos ni coral, desnudo y convulsivo, insoportablemente bello, acuciado por un enigma de temblores, por una insinuación de credos y ritos que no alivian el vértigo del vientre encendido, fruta de sangre y miel negra, ánfora para el aceite secreto de la víspera, modulación del tiempo en las regiones de la piel plegada, oscurecida, susurrante, el sudor por el pecho hacia el río rojo y el mar volcánico, los brazos accionados como espigas en ocaso, el perímetro impalpable de la voz, el cuerpo blanco como el útero del pan, la palabra nueva que ya no escucha o no entiende, el rosario cerca y la última energía de las piernas. Tiene la piel su nieve y la pupila su azul, el labio su cadencia y la nariz su contradicción (una nariz perfecta es una contradicción). Y será siempre más bella que ahora: antes, ayer, desnuda o muerta. Será nunca más ella que ahora: serena, lejana, terrible. Llora la perla de la tarde su lágrima única y joven, lágrima que recorre el cuerpo, el mundo, sin plazo y sin tristeza, rehabilitando la ausencia con un adúltero ritmo de espasmos. Lágrima sensual que encierra un proyecto de mujer inacabable, efímera, definitiva. Con las manos cansadas de imaginar caricias al hijo cruento de la hora invertebrada.

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