Tribuna

Miryam rodríguez-izquierdo

Una habitación propia

La legislación sobre vivienda de este país es tan prolija como complicado es que esté generalizado el tener un hogar digno y contradictorias son algunas de las políticas sobre la materia

Una habitación propia

Una habitación propia / rosell

Ocurrió durante una clase inaugural de la asignatura sobre derechos fundamentales del Grado en Derecho de la Universidad de Sevilla. Ese temario se introduce exponiendo que los derechos son presupuestos imprescindibles de la democracia constitucional, sin los que la soberanía popular no puede afirmarse, y condiciones básicas para la participación política en la legitimación del poder. Es habitual invocar la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789: sin garantía de derechos y sin separación de poderes, no hay Constitución.

En esas estaba yo. Casi había convencido a los asistentes de la importancia cualitativa de la asignatura, cuando los interpelé: “¿qué derechos, diríais, son esenciales para que un ciudadano se integre en la sociedad y participe en la vida política?”. Las respuestas que mi lógica académica esperaba eran las del libro: el sufragio, las libertades ideológicas, las comunicativas o el derecho a la educación. Sin embargo, las que obtuve fueron: “un salario”, que susurró una voz, “un trabajo”, que corrigió otra detrás, y “una vivienda”, que una tercera dedujo porque era lo obvio. Si una persona no tiene dónde cobijarse, ¿para qué le sirve el derecho fundamental a la inviolabilidad del domicilio? Por no mencionar otros, como el de libertad de cátedra o el de libertad de investigación, todos ellos incluidos en la sección noble de los derechos fundamentales de la Constitución. La habitación propia que Virginia Woolf reclamara para garantizar su libertad artística sigue catalogada en nuestra Carta Magna como aspiración programática, confinada dentro del capítulo dedicado a los objetivos del Estado social. La vivienda no es un derecho fundamental, me temo.

En ese momento debí declarar clausurado el curso sobre derechos fundamentales, quemar los restos de la Declaración de 1789, con mis disculpas a los herederos de la Revolución, y solicitar mi traslado a un área diferente de las disciplinas jurídicas, o de las literarias, que por ejemplo se llamase “arqueología constitucional” o “constitucionalismo embalsamado”. Pero no lo hice. En su lugar, me propuse investigar problemas conexos al de la vivienda, como la suspensión de los desahucios judiciales de personas en situación de vulnerabilidad, las correcciones que la ley estatal de vivienda introduce en el mercado y en los contratos de alquiler, o las medidas de promoción de vivienda social, pública y dotacional.

Y en esas sigo. La legislación sobre vivienda de este país es tan prolija, como complicado es que esté generalizado el tener un hogar digno y contradictorias son algunas de las políticas sobre la materia. Yo quedo muy, muy lejos de ser una experta, pero quizás no hay que serlo para percibir algunas de las dificultades que crea esa proliferación normativa, en especial cuando prescinde de las reglas más elementales del principio de subsidiariedad y hace algo más obtuso de lo que ya es habitual el funcionamiento cooperativo de nuestro Estado autonómico. En primer lugar, porque se centraliza, aunque se haga falsamente y como a medias en la ley estatal, una competencia cuyo espacio de ejercicio natural es el más próximo al ciudadano, el nivel local en colaboración con el autonómico. En segundo lugar, porque está por probarse que esas duplicidades regulativas sean eficientes en términos de financiación y gasto público o, por lo menos, mejoren los resultados de las políticas territoriales.

La reciente superposición de leyes sobre vivienda, la estatal sobre las autonómicas, no augura ser la mejor técnica para lograr la necesaria cooperación entre administraciones en la materia. Un ejemplo de ello es el índice de precios de alquiler que recientemente ha publicado el Ministerio de Vivienda y que, por ahora, solo Cataluña dice estar dispuesta a aplicar. Otro es la cantidad de veces que esa ley se refiere a “la administración pública competente”, que alguna habrá, y en medio está esta paradoja: la proclamación estatal de la función social de la vivienda convive con una normativa autonómica que permite que siga creciendo el número de las destinadas a uso turístico.

Analizar con detalle la legislación sobre vivienda de nuestro país requeriría un tiempo del que no se dispone en un aula de grado. Pero cuando llegue al tema de la libertad de creación literaria, citaré a Virginia Woolf, para quien una obra propia no era posible sin un hogar que también lo fuera.

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