Reloj de sol

Joaquín / pérez / azaústre

tragedia en sandy hook

LA actualidad es la fibra natural del disparo, su verdad inclemente. Un muchacho de apenas veinte años entra en el colegio Sandy Hook, en Newtown, y asesina a veintisiete personas, veinte de ellos menores. Ya conocemos todos los detalles: el chico pudo pasar el control fingiendo ser hijo de una profesora, y en cuanto entró comenzó a disparar. Sabemos que todas las víctimas recibieron más de un impacto de bala, y que la policía fotografió los cadáveres para que los padres no tuvieran que comprobar la destrucción brutal de sus cuerpos, algunos salvajemente desfigurados, para identificarlos. También hemos ido conociendo algunos pormenores de la actuación heroica de las profesoras, como Victoria Soto, de sólo 27 años, que al escuchar las detonaciones llegando desde el pasillo escondió a los niños, tan pequeños, dentro de las taquillas, con el tiempo justo antes de que llegara Adam Lanza, el asesino, y acabara de un tiro con su vida; la historia de Kaitling Roig, que se encerró con sus alumnos en el baño y atrancó la puerta con una estantería; la de Anne Marie Murphy, una profesora de educación especial que murió cubriendo a sus alumnos con su propio cuerpo, o la de la propia directora, Dawn Hochsprung, que con otra maestra se encaró con el asesino cuando avanzaba por el pasillo y también murió mientras trataba de frenarle el paso. Benditas profesoras, aquéllas y las nuestras, por tanta vida entera dedicada a los niños.

El desarrollo normal de la noticia sería dirigir el debate sociológico hacia lo que parece inamovible en el imaginario norteamericano: no sólo el derecho constitucional de todo ciudadano a llevar armas, sino la posibilidad de hacerse con ellas con la misma facilidad pasmosa con que compran unas cervezas en un veinticuatro horas. Tanto el candidato demócrata como el republicano, en las últimas presidenciales, pasaron por encima del asunto, porque la industria armamentística norteamericana es tan potente que lo mismo siembra de sangre sus propias calles coaguladas que arrasa poblaciones muy lejanas, con el pretexto de armas de destrucción masiva que nunca, jamás, hasta la fecha, llegaron a encontrarse -léase el libro de Hans Blix, inspector de la ONU-, sin que los principales inductores de una tragedia humanitaria hayan sido juzgados por su crimen, de aliento y de inducción a la tragedia ajena, enriqueciendo esa misma industria que se frota las manos cada día en EEUU, aunque sigan cayendo inocentes. Adam Lanza es culpable de un delito terrible; pero también la sociedad occidental viene fabricando demasiados casos de muchachos excluidos, habitualmente maltratados digital o físicamente, que al final revientan o se rinden, como los últimos casos de adolescentes europeos víctimas de acoso de sus compañeros que para acabar con su sufrimiento social decidieron suicidarse. Unas sociedades enfermas de estos crímenes deberían interrogarse de una vez a sí mismas.

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