Luis J. Pérez-Bustamante

El placer y el vicio de comer en Córdoba

UNA de las pasiones del gremio periodístico, sino la más importante, es la cocina. Puede parecer extraño, pero si ustedes conocen a algún periodista, cuanto mayor mejor, observarán que tiene una tendencia especial a hablar de las maravillas de la cocina, de la última receta que ha hecho o de que en el restaurante que acaban de abrir en tal sitio se come de fábula. Esta pasión por las verduras, el cuchillo, las cacerolas y el escurridor se acrecienta con los años y aparece como la mejor vía para eliminar el estrés y las tensiones que viven los plumillas en su quehacer diario. Personalmente puedo hablarles de unos cuantos maestros del periodismo que en los fogones pueden darle una lección a muchos cocineros. Mi amigo Jorge, sin ir más lejos, como buen asturiano que es hace las mejores fabes que he comido en mi vida, presentadas al estilo cinco estrellas y con el mejor compango que puedan ustedes imaginarse. Un suculento festín que sólo tiene el inconveniente de volver a trabajar después de haberse metido dos platos entre pecho y espalda. Todo un suplicio.

Quizás este amor por la cocina tiene algo de genético o puede ser que vaya unido al gusto por una buena conversación que debe caracterizar a todo buen periodista. Con estos mimbres trabajar y vivir en Córdoba es un placer para el paladar de cuantos rellenamos hojas. Debo reconocer que cuando aterricé en esta ciudad calzaba un par de tallas menos -hay quien incluso dijo alguna vez que en aquel tiempo estaba hasta guapo-, y que a medida que he ido cumpliendo años en ella los michelines se han quedado a vivir conmigo. Empecé, como todo indio que llega, descubriendo las tabernas -El Pisto, La Bodega, Salinas, El Juramento, Casa Bravo....- para llegar a los restaurantes a medida que prosperaba en esto y la cartera ganaba en holgura. Bodegas Campos, El Churrasco, el Pic-Nic, El Caballo Rojo, El Alma, El Buey, La Montanera, El Choco, la carne del Novillo Precoz... y así hasta un sinfín de lugares en los que mis brusísticas muelas sufren para darle alegría al cuerpo.

Porque hay en Córdoba un nivel en la cocina, un gusto en sus lugares y una calidad en el trato que la hace irrepetible, el mejor lugar para comer que conozco, el más selecto y variado y, a la vez, el que menos partido le saca. Y ahí reside el problema, en que la labor de chefs de nuevo cuño y cocineros de toda la vida se vende poco por quien tiene encargado transmitir las glorias de esta ciudad allende sus fronteras. El turismo gastronómico es hoy en día uno de los mejores que existen, pues quienes lo practican van bien de cartera y mejor de humor. Una línea de trabajo en la que hay que profundizar porque poco hay más satisfactorio que esa sensación de felicidad que nos invade tras una buena comida y una mejor sobremesa.

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