Gafas de cerca

Tacho Rufino

jirufino@grupojoly.com

El pequeño horror

Una vez oí –y ya lo suelto con frecuencia– que los japoneses consideran a la impaciencia una falta de madurez

Serían más de cien. Esperaban de pie una mesa o una porción de barra. Se diría que eran espectadores de una función existencialista, de Alien, el octavo pasajero... o un forastero sin reserva, un trámite que tras la pandemia se ha erigido una emperatriz del ocio. El escenario es un estupendo sitio para comer y beber, en una ciudad costera. Entre la pléyade de opositores a mesa y mantel o codo con codo, los estresados nivel gruñido eran los que peleaban no ya por una mesa imposible, sino por ser apuntados en la lista de aspirantes que un camarero –un héroe– iba gestionando entre comanda y cuenta. Discusiones. Enfrentarse con un desconocido por ser el décimo o el undécimo en una lista mueve a la compasión y, la verdad, al asombro, habiendo bocadillos y botellines.

Una vez oí –y ya lo suelto con frecuencia, a riesgo de que sea mentira– que los japoneses consideran a la impaciencia una falta de madurez. Yo, en esto de las colas, sobre todo para comer pagando a base de bien, debo de estar echando los dientes de leche: inmaduro a la japonesa, me evito el martirio chino. Viene al caso una expresión ya en desuso: ¡qué necesidad! ¿Que qué hacía yo allí, si no me va esa marcha? Terminar de cenar en una “mesa alta”: llegar cuando están abriendo, aunque sea por azar, tiene curiosas ventajas. Pero por alguna fuerza subyacente y de grey, existe la hora punta. La del pequeño horror. Las parejas o grupillos de tres a seis personas no hablan más que para, con caras torturadas, comentarse que “aquellos han llegado después, espabílate”, “pregúntale si nos ha apuntado”, decir, como quien pide un salvavidas, “¿oiga, no nos podemos poner ahí?”, “pide agua para la niña, con un hielo, ¡deja de llorar, Petra!”.

El verano masivo del de “sitio donde hay que estar” –los designa internet–, las salidas a chiringuito, terraza o restaurante icónico del veraneante loco por estar allí es un caso de procrastinación y puntito masoquista. Aquella cumbre del tapeo era de pronto un infierno: había por allí, pidiendo paso, hasta padres ya pelones exigiendo –¡¡por favorrrrr!!, ¿¿me permite??– que le flanquearan el paso con su bebé, criatura inocente, para llegar, ya a las diez y media de la tórrida noche, a quién sabe qué mesa por limpiar y para pedir una cena perfectamente evitable y olvidable. Cien o más gladiadores, no exagero. Labios tensos. Ansiando –apostaría– volver teletransportados a Barcelona, Liverpool, Sevilla, Schleswig-Holstein; a su camita, al útero materno. Un horror. De lo más evitable, por lo demás.

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