Reloj de sol

Joaquín Pérez Azaústre

La confesión de Bush

LO ha dicho con el gesto compungido, en una retirada hacia ninguna parte. Lo ha reconocido, que el mayor error de sus analistas fue asegurarle que en Iraq había armas de destrucción masiva. Cuando el entrevistador le ha preguntado si habría invadido Iraq de haber sabido que era falsa esa información, su gesto se ha torcido, se ha difuminado en otro gesto, ha estado a punto de decir algo pero ha rectificado después del balbuceo para concluir que prefiere no especular. Después ha confesado, con la expresión contrita, arrepentida, quizá atemorizada por la sombra invisible del futuro, que él no estaba preparado para la guerra, que no esperaba una guerra. Éste es el hombre con el que la política exterior española ha alcanzado su cumbre, según se ha dicho siempre en el PP. Éste es el hombre con el que José María Aznar tocó el cielo rollizo del poder mundial, éste es el hombre por el que nuestro ex presidente torció su acento español para tornarlo chicano. Un pusilánime. Un cobarde.

Pusilánime, porque cómo decir que no estaba preparado para la guerra al ser investido como presidente de EEUU, un país que posee el ejército más poderoso del planeta, ejército del que el presidente es el comandante en jefe, un país de países, de estados federales, que se ha forjado en la guerra: contra la metrópoli inglesa, contra la nación india, la legítima pobladora de todo el continente, contra los mexicanos, contra los españoles, contra Alemania y Japón, contra Corea, Vietnam y contra Iraq en la primera guerra del golfo. Ahora viene y dice este pusilánime, este hombre sin coraje, sin talento y sin altura histórica, que no estaba preparado para la guerra, justo cuando resulta que en la reciente campaña electoral tanto McCain como el triunfante Obama se han volcado en el mensaje de que cualquiera de los dos, uno por veteranía y otro por arrojo, podría ponerse al frente de las tropas y todos los ejércitos. No es que no estuviera preparado para la guerra. Es que no estaba preparado para ser presidente.

También cobarde: la culpa o la causa de la guerra, basada en la información equivocada acerca de la existencia en Iraq de armas de destrucción masiva, no le atañe a él, sino a sus analistas. Ergo, al contrario que cualquier hombre de Estado, delega en los demás su estela rutilante de fracasos, que en Bush se ha convertido en una lista macabra henchida por los nombres coagulados de unos cuantos millares de muertos. ¿Recuerdan a un inspector de la ONU llamado Hans Blix, que se desgañitó proclamando que no había? ¿Recuerdan a Aznar en televisión, asegurando que en Iraq sí había armas de destrucción masiva? Claro que sabían la verdad. Él. Blair. Todos. Pero sólo uno de los tres sigue defendiendo la mentira.

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