NO hace un mes que alquilé una furgoneta de nueve plazas para ir con toda la familia de mi mujer a la boda de un primo suyo en Tarrasa, una de las muchas ciudades catalanas que levantamos los andaluces. Los mismos que mueren cuando arden las casas. Y los primeros que irán al paro. Él vive en las afueras, en una urbanización sin bares, ni paseos, ni jardines. Sin lugares de encuentro. Un microclima plagado de emigrantes e hijos de emigrantes condenados a la soledad de sus torres. Así, con esta crueldad psicoanalítica, llaman a sus casas. Todas iguales. Grises. Con olivos en la entrada. Azulejos en el zaguán. Algunas macetas en las ventanas. Y antenas parabólicas en los tejados para ver Canal Sur. El tío de mi mujer tiene varios transistores diseminados por toda la casa. En el baño. En la cocina. En el salón. En el trastero. En el patio. Todos anclados en la misma frecuencia: Radiolé. El locutor, un catalán hijo de emigrante, presenta en andaluz. Sin prejuicios. Con naturalidad. Tuve que viajar a Cataluña para escuchar a un profesional que habla frente a un micrófono igual que con sus amigos. En Andalucía, vergonzantemente, los locutores de todas las cadenas de radio y televisión prescinden de su lengua vehicular a menos que pretendan hacer reír a la audiencia.

Escribo este artículo el mismo día que murió Carlos Cano. Un andaluz comprometido y moderno que cantó a la emigración con la garganta llena de sangre. Una vez le escuché decir que viajando en el tren se le acercó un chaval para pedirle que le avisara cuando llegase a Alemania. Y Carlos le contestó: pasando Despeñaperros, todo es Alemania. La postmodernidad estética de la transición, éticamente vacía, aplastó a Carlos Cano con más virulencia que sus males de corazón. Igual hizo con la conciencia de los andaluces de aquí y de allí. Todos los emigrantes padecen sin saberlo de un síndrome insoportable de desarraigo. Dicen que cuando te amputan una pierna no pierdes jamás la sensación de tenerla. Igual ocurre con el cordón umbilical de tu madre. La vida es sólo un trámite diseñado para intentar olvidar aquella dependencia. He visto morir a varias personas y todas ellas llamaron a sus madres en su último aliento. La madre de aquellos emigrantes se llama Andalucía y ninguno ha logrado superar la tragedia de su pérdida.

Creo que fue Juan Goytisolo quien dijo que si Dios hubiese querido atarnos a un lugar nos hubiera puesto raíces y no piernas. Los árboles mueren donde nacieron por naturaleza. Los hombres por conciencia y libertad. El tío de mi mujer mataría por morir en su tierra. Pero sus hijos nacieron en Cataluña. Y se han casado en Cataluña. Y tiene nietos catalanes. Y él siente cómo su patria se ha reducido al tamaño de su libro de familia. Es una pena. Al pobre le han crecido raíces en las piernas para quedarse donde no quiere estar. Por eso llama a su madre a todas las horas escuchando copla y a catalanes hablando en andaluz. O conectándose a Canal Sur para contemplar sus paisajes de siempre descritos por una madrastra que no le quiere y que le habla en un idioma que no entiende.

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