Tribuna

salvador gutiérrez solís

Con nuestras propias manos

Con nuestras propias manos

Con nuestras propias manos

Ahora que se aproxima la Semana Santa se agolpan un sinfín de recuerdos, de infancia y juventud, cuando vivíamos en la calle Buen Suceso, junto a la Bodega El Gallo, a pocos metros de la residencia de Jesús Nazareno. Tan cerca San Agustín, San Lorenzo, El Realejo, Santa Marina… Toda esa geografía primigenia de la Córdoba esencial, mucho antes de que se extendiera en los nuevos barrios con urbanizaciones con piscina y zonas verdes, con sus respectivos centros comerciales. A mi memoria regresan muchos olores y sabores de aquel tiempo, y todos ellos marcados por la huella de lo auténtico, de lo artesanal, de la manualidad en su sentido más primitivo. Recuerdo a los vecinos de las Beatillas, de la calle Ocaña o el Pozanco encalando las fachadas de sus casas, para recibir maqueadas el tiempo de celebración.

Los zócalos de azulillo, el olor del azufre en las esquinas, mezclándose con el del azahar, en plena explosión. Las aceras con goterones de cal, la reparación de los remaches de las puertas, los picotazos de las púas de los trompos, el sonido de las perdices en los balcones, los cantarines canarios con nombres de novela de García Márquez. En mi casa, como en las de mis vecinos, nosotros mismos elaborábamos los dulces que comíamos, mejor, devorábamos, durante estas fiestas. Magdalenas, que llevábamos al horno de Jesús Nazareno. Recuerdo que cobraban el horneado por “lata”, donde cabían unas cuantas docenas de magdalenas. Y los roscos, y los pestiños, y por supuesto las torrijas. Mi madre ejercía de gran chef, y mis hermanos y yo colaborábamos cubriendo lo frito con azúcar y canela, batiendo huevos o rellenando los moldes con la masa de las magdalenas. Existía un gusto por elaborar con nuestras propias manos, que ahora hemos perdido. Por precio, por comodidad, por qué sé yo. Por diez euros no merece la pena y te lo dan todo hecho y sin ensuciar nada, nos decimos para justificar nuestra renuncia.

Puede que haya recordado todo esto porque estos días estoy leyendo la última novela de Jesús Carrasco, Elogio de las manos, con la que ha ganado el premio Biblioteca Breve. Una historia sobre la importancia de construir, hacer, por nosotros mismos, empleando nuestras manos, tal y como lo hicieron durante siglos nuestros antepasados, y que nosotros hemos comenzado a olvidar. Yo noto, por ejemplo, como cada día mi caligrafía es peor, hasta ser ilegible para mí mismo. No hace mucho, leí una información en un diario que hablaba sobre esto, en concreto, de lo importante que era para nuestro cerebro el ejercitar la escritura. Ahora escribimos mucho, cierto, pero sobre teclas, digitales o de ordenador, pero apenas agarramos un bolígrafo o un lápiz. Desde hace años, por convencimiento propio, y también por economía, comencé a arreglar determinados electrodomésticos o artilugios que todos tenemos en casa. Algunos son muy complicados, sobre todo aquellos que funcionan por lo que nombramos como electrónica, pero una plancha, vitrocerámica o secador de pelo son aparatos de una gran simplicidad, y cuyas averías son fáciles de localizar y de reparar. Sonará a obviedad, que lo será, pero que chute de autoestima cuando reparas tú mismo un aparato, y vuelve a funcionar.

En esta estrategia doméstica por recuperar el “yo lo hago”, nos hicimos en casa con una máquina de coser. Lo confieso: es adictiva y me tengo que controlar para no tenerla delante y pulsar el pedal. Porque un dobladillo resuelto, o un cuello cambiado, te producen la misma satisfacción que esa croqueta, lasaña o gazpacho que has hecho con tus propias manos. Porque esa satisfacción existe, y deberíamos sentirla más a menudo. En un mundo, el occidental y avanzado, me refiero, que cada día opta más por el “que me lo hagan”, ligamos por Tinder y ya mismo leeremos las historias que nos cuente la IA, regresar al aprendizaje, al empeño y dedicación que supone el hacer las cosas por uno mismo no es poca cosa. Es una estrategia de sentido de vida, de construcción personal, de no renunciar a tus habilidades. Que están ahí, a la espera de que las pongamos a trabajar. Y que las puedes recuperar arreglando una persiana o preparando unas torrijas, que ahora tocan.

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