La cizaña

La cizaña

Los romanos, cansados de no poder acabar con la resistencia de la Aldea Gala, optaron por inocular un virus entre la población: la cizaña. Divide y vencerás, aplicaron su propia estrategia para acabar con los sublevados. Y durante unos días aquello tuvo su efecto, que hasta los muy amigos acabaron cabreados entre ellos, peleándose por lo que antes no daban importancia. En Érase una vez el hombre el virus romano estaba encarnado en Tiñoso, aquel personajillo pelirrojo escondido siempre tras el grandullón, presto a sembrar la discordia en cualquier momento, y bajo cualquier excusa.

Astérix y Obélix y la famosa serie me enseñaron siendo un niño que en la ficción, y también en la vida, existe la cizaña, bien representada por una persona o personas concretas, o bien como especie de epidemia, que contagia a quien entra en su contacto. A veces creo, sobre todo en este tiempo que nos ha tocado, que el virus de la cizaña se ha escapado de nuevo, y está campando a sus anchas, aunque me temo, cuando repaso los días vividos, que siempre ha estado aquí, que nunca nos hemos librado de esta contagiosa epidemia. Y es que andamos muy cabreados, desde que nos levantamos por la mañana y ya no es que todo nos pese, es que casi todo nos fastidia. Y es comprensible que fastidie el zumbido del despertador, eso no gusta, pero tras el primer café ya deberíamos estar medio normalizados. Pero no. Seguimos. La cizaña más extendida tal vez sea la que encontramos en la política, o mejor en sus representantes. Que si lo que ha dicho Sánchez, que si lo de Feijóo, que si el de más allá o vete tú a saber. Hay mucho de visión futbolera de la política, pero desde la posición de los ultras, que nunca ven el penalti en el área propia ni las carencias del equipo de sus amores. Y cada cual tiene sus tendencias, y su ideología, faltaría más, pero hasta el hijo más guapo tiene un grano en la cara, y a veces hasta rebosante de pus.

En el fútbol, que lo he nombrado, también hay mucha cizaña, por esa visceralidad desde la que se entiende, y que ni los propios protagonistas, los futbolistas, mantienen, ya que tras el pitido final suelen tener una excelente relación con sus adversarios, que consideran compañeros. Entre los aficionados, hay quien nunca escucha el pitido final. Son solo ejemplos, porque la cizaña corretea por todos los lugares, espacios y clases sociales. En el trabajo, quién no ha tenido un compañero malmete, siempre sembrando discordia entre unos y otros, como si disfrutara con ello. O en las familias, sí, que pueden ser espacios de unión y amor, pero también de líos gigantescos. Y a veces se repite, sí, que lo hablamos entre nosotros, la chispa de la gresca siempre surge en el mismo lugar. Con frecuencia pienso que hay quien prefiere vivir en la batalla, como un Napoléon siempre de servicio, las 24 horas, y que la calma, el buen rollo, como que le estresan. Seguramente todos conocemos a una o varias cizañas, hemos padecido sus habilidades, aunque también tengamos en cuenta que hay quien busca estar inoculado del virus, quien se siente más cerca del conflicto y se deja intoxicar tan a gusto. Con toda probabilidad, habrá quien considere que la vida en el lío, en el fango o en el conflicto es más plena, o más divertida, que en la calma, o simplemente en la normalidad. Porque a lo mejor solo se trata de eso.

De un modo u otro, la cizaña la alimentamos entre todos, porque esa querencia tan extendida hacia lo terrible, lo negativo, nos resulta más atractiva, más divertida o morbosa. De la misma manera que nos gusta más zarandear a quien sea, antes de exaltar o reconocer sus virtudes o éxitos. Ahora lo llaman resiliencia, que es la resistencia de siempre, o la adaptación, tal y como demostraron los galos en su aldea, que acabaron salvando del asedio romano. La cizaña seguirá entre nosotros, extendida por las ondas de radio, en el café del trabajo o en una campaña electoral, tenemos que acostumbrarnos a vivir con eso, y para ello nada mejor que tener muy presente que la buena gente, las personas estupendas, son mayoría. Y no creo que haya mejor antídoto o terapia que pensar en lo verdaderamente importante, y que no son tantas cosas, a pesar de que tengamos el almacén repleto de trastos. Inservibles, la mayoría.

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